Antes de morir, todo colombiano debería navegar por el río Magdalena. Así como otros peregrinos recorren el Camino de Santiago o el Camino Inca, uno debería hacer el Camino del Río. Ir hasta su origen, en la laguna de la Magdalena, allá en el páramo de las Papas. Montarse luego en una barca para recorrer los pueblos y ciudades ribereñas, alojarse en las orillas y, al final, llegar hasta la desembocadura. Al mar. Sólo así se entendería la historia del río, del país, de sus conflictos y de su literatura. Se comprendería aquella metáfora gastada, pero sabia, de que el río y la vida son una misma cosa: primero estaba el río.
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Los cronistas que se aventuraron por el Magdalena creyeron que era la ruta para llegar al Perú. Sin embargo, fueron repelidos en diversas ocasiones por los indígenas.
Las novelas del río de finales del siglo xix narran no sólo las costumbres de los habitantes de los pueblos ribereños, bogas y pescadores, sino las leyendas populares que poblaron los miedos de los hombres de mohanes, lloronas y poiras.
Esto no es un descubrimiento: la gran novela colombiana se ha escrito teniendo en cuenta el gran río, el legendario Yuma. Al contrario de lo que ha acontecido con la realidad social y política del país, que se ha impuesto sin tener en cuenta el río, quizá sólo para explotarlo, deforestar la cuenca y contaminar las aguas, muchos escritores lo integraron a sus vidas, es decir, a su literatura.
Estas narraciones hablan de los pueblos y ciudades por los que pasa el Magdalena y de los pescadores que sobreviven de atrapar los bagres, nicuros, bocachicos y otros peces de agua dulce, cuando hay subienda; describen la vida de los barrios improvisados; y mencionan la diversidad de pájaros y de árboles que crecen en las orillas, como las ceibas y los almendros.
Y hablan también de los naufragios y de la parsimonia de los vapores; y de las mercancías que entraban y salían de los puertos; y de los muelles en ruinas y los malecones olvidados; y de las casas blancas de Honda y Mompox, y de la miseria de los caseríos. Y de los cadáveres anónimos que flotan en sus aguas y que los habitantes de Puerto Berrío suelen adoptar para darles sepultura.
Cada autor relata una época de la historia del río en la que el lector se encuentra con el esplendor y la decadencia; con las breves épocas de paz y los largos años de violencia; con la prosperidad y la ruina; con la pesca abundante y la escasez; con el comercio y la aventura; con el delirio y el amor; con las enfermedades y la muerte de los navegantes.
Años atrás, la investigadora Carmen Elisa Acosta y el editor Ricardo Alonso crearon un proyecto sobre la literatura del río Magdalena; así surgió La biblioteca del río de la editorial colombiana Diente de León.
La lista de novelas en las que el río Magdalena es un personaje es vertiginosa: Y otras canoas bajan el río…, de Rafael Caneva; La maldición, de Manuel María Madiedo; La venturosa, de Ramón Manrique; Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre; Viajes de un colombiano en Europa, de José María Samper; Episodios de un viaje, de Felipe Pérez; La última escala del Tramp Steamer y Macroll el Gaviero, de Álvaro Mutis; Los pescadores, de Jaime Buitrago; Amores de estudiante, de Próspero Pereira Gamba; Chambacú y Changó, el gran Putas, de Manuel Zapata Olivella; La otra raya del tigre, de Pedro Gómez Valderrama; Pedro Claver, el santo de los esclavos, de Mariano Picón Salas; El hombre del río, de Edgar Rey; El amor en los tiempos del cólera y Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez; y novelas contemporáneas como Los escogidos, de Patricia Nieto; Las aguas turbias, de Yesid Toro y El capitán araña, de Yesid Carvajal, entre muchas otras.
Las novelas del río cuentan, por ejemplo, el valor que tuvo la sal, y hablan también de los oficios que surgieron gracias a la pesca, como la elaboración de chichorros, redes, canoas y champanes. Las novelas del río relatan la historia del país, así como la vida, costumbres y hazañas de los pobladores, pescadores, comerciantes, conquistadores y otros soñadores que lo surcaron.
Ha sido tan importante el río Magdalena como vía de comunicación, como símbolo y como patrimonio, que Simón Bolívar inmortalizó el recorrido como se narra en La ceniza del libertador, de Fernando Cruz Kronfly; Aguas bravías, de Antonio Montaña y El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez: “será el Libertador el personaje que expresará los sueños y las derrotas nacionales de lo individual y de lo colectivo, en su viaje por el Magdalena inicialmente al exilio y en el cierre de la muerte”, dijo Carmen Elisa Acosta.
Colombia se debe al gran río. La literatura colombiana también se debe al gran río. Un río que une y divide al país. Un río de aguas cenagosas, turbias, de aguas de color tabaco y de lodo.
Miguel Ángel Manrique