En la novela negra, el asesinato sigue siendo el crimen por excelencia. La mayoría de las veces el lector se encuentra con un cadáver o con varios y la justicia, si la hay, se ve a gatas para encontrar las pruebas que permitan señalar a los culpables.
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Shakespeare fue un inspirador del género. En sus tragedias se cometen setenta y tres asesinatos. Macbeth, Hamlet y Otelo pueden considerarse anticipaciones. Tito Andrónico es la más violenta de todas. Cabe recordar que los sucesos funestos, el deseo de venganza, los celos y la traición, la mayoría de las veces, desatan tramas de misterio.
Macbeth, instigado por su esposa, mata al rey Duncan mientras duerme. Lady Macbeth acusa a los criados y altera las pruebas del crimen. A la mañana siguiente se descubre. Macbeth culpa a los sirvientes de Duncan, a los que previamente ha asesinado, en un aparente arrebato de furia para vengar la muerte del rey: “Aquí yacía Duncan, con su piel de plata bordada en sangre de oro y cuchilladas como brechas en su vida, abiertas a la devastación; ahí, los asesinos, empapados del color de su tarea, y sus dagas, innoblemente enfundadas en sangre”.
La escena es digna de una novela negra en la que los criminales actúan con premeditación. Macbeth usa un puñal, como la mayoría de los asesinos de las obras de Shakespeare: treinta muertes fueron causadas por apuñalamiento.
Sin embargo, la novela negra se prefigura en la tragedia griega. Los conflictos de la gente conducían a la violencia, al asesinato y al castigo.
Edipo, en su furia criminal, mata a unos viajeros incluyendo a su padre: “Maté a todos”, le confiesa a Yocasta. El parricidio era necesario; tenía que ocurrir. Hay una trama criminal en las palabras del oráculo: “Tu hijo matará a su padre y se acostará con su madre”. La tragedia griega también muestra a otros asesinos: Medea no solo mata a su rival, Creúsa, sino a sus propios hijos. Creonte sepulta viva a Antígona.
En la vida real, los hechos de naturaleza violenta niegan todo discurso políticamente correcto, toda idea de verdad, belleza y bondad. Los esposos Maj Sjöwall y Per Wahlöö, padres de la novela negra sueca, usaron con gran sentido del humor los recursos del género para mostrar el lado oscuro de la “idílica Suecia del bienestar y la socialdemocracia”.
También Élmer Mendoza y Bernardo Fernández exploraron en sus novelas los tentáculos del narcotráfico y la corrupción que se han extendido al mundo de la justicia y la política, en México.
El lenguaje de la novela negra, propio de policías y matones, está ligado al contexto social de los autores, al país, y a la experiencia de vida, y suele ser directo y coloquial: “Matémosla, decía el que cavó el agujero en el patio. Matémosla y echamos al roto a esta guaricha. ¿Para qué querías el roto coscorria?”, dice uno de los asesinos en La balada de los bandoleros baladíes, de Daniel Ferreira.
Las jergas remiten a lo local: “¿El Güero? Nombre, amistá, ese móndrigo es una chucha cuerera bien mascada. Es más, pa que vea, al desgraciao no le dicen Güero por ser blanco, de pelos delote. Nombre, al fregao Güero le dicen así desde chamaco por los alacranes güeros de nuestra tierra”, dice el Checo en Tiempo de alacranes, de Bernardo Fernández.
En la novela negra suele haber un detective, un investigador criminal o un policía de nombre memorable: Martin Beck, Jules Maigret, Pepe Carvalho, Héctor Belascoarán Shayne, Mario Conde, el zurdo Mendieta o Andrea Mijangos. Se encarga de atar los cabos sueltos, evitar las pistas falsas, encontrar y enfrentar a los asesinos y, de paso, criticar al Estado y a la sociedad en la que le tocó vivir. Es una metáfora, dijo Leonardo Padura, “y su vida, simplemente, transcurre en el espacio posible de la literatura”.
Como género moderno, la novela negra revela los avatares del crimen en las sociedades patriarcales, en las que abundan los machos violentos.
Miguel Ángel Manrique / @miguelmanrique