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Leer

El verbo leer no soporta el imperativo. Esta frase la tomé prestada del libro Como una novela, del escritor francés Daniel Pennac, publicado en 1993, que me cambió la forma de leer en el aula de clases. En ese entonces, era profesor de un colegio y les hablaba de literatura a los estudiantes de décimo grado.

Me aterraba que se aburrieran en mis clases.

Entonces devoramos El mundo según Garp, de John Irving; la historia de una enfermera que quiere tener un hijo, pero sin involucrarse con un hombre. Un día, en el hospital donde trabaja, ingresa gravemente herido el sargento Garp. La única señal de que sigue con vida es la erección que sufre cada vez que Jenny se le acerca.

Ese día, nos reventamos de la risa. No podía leerles por las carcajadas que me produjo el relato. Duramos más de media hora riéndonos. En la siguiente clase, los estudiantes de décimo grado habían leído casi todo el libro. Fue extraño, pues tiene casi como setecientas páginas. No los obligué a leerlo. Me desprendí de los acartonados formatos escolares y me senté a contárselos en voz alta. En ese momento, aparecieron la literatura y la imaginación.

No usé la lectura como un deber. El placer inicial por las palabras, el gusto por la historia, por los personajes, la curiosidad y las carcajadas formaron parte de la lectura.

A ella llegamos como un acto subversivo, en contra de algo que dice: “no”. Dice no, pero el primer libro leído es el primer sí. Hace unos años, la escritora brasileña Adriana Lunardi me contó que la vez que le mencionó a su padre, en una cena, que quería escribir poesía, él le gritó que ¡no!

“Desde ese momento —me reveló Adriana—, todo fue no, hasta que publiqué mi primer libro. Ese fue mi primer sí”.

Cuando era niño, muchas veces prefería quedarme acostado leyendo en la cama que salir a jugar, en plenas vacaciones. Preocupadas, las madres de mis amigos le preguntaban a mi madre, que si estaba enfermo.

He sido profesor universitario por años. Aprendí que si los estudiantes se ríen cuando les narras un buen libro en voz alta, como sabían Aristóteles, Borges y Guillermo de Baskerville, manifiestan su crítica.

Un libro aburrido, una clase aburrida o un aburrido profesor de literatura no suelen formar lectores. O quién sabe. Pero a los libros se llega por las emociones, por la risa. Así que, lo mejor es sentarnos en una silla en medio del salón, leer y dejar que los oyentes asuman la actitud que quieran, por ejemplo, que sueñen o, incluso, que bostecen y se duerman. Algunos comenzarán a poner atención. Un lector infeliz, obligado a desentrañar el sentido de algo que desprecia, no será creativo, no podría serlo.

Los lectores frecuentes intentan entender a las otras personas y tratan de imaginar el mundo de otras maneras. Leer nos permite cultivar la paciencia, que está ligada a la comprensión del otro. Nos hace reír, llorar o aterrorizarnos. No hay reglas. Leer también nos entretiene, nos permite evadirnos, imaginar otras cosas, ponernos en el lugar de los demás y tratar de comprenderlos. Por esas razones, de alguna manera, creo que la lectura nos transforma.

 

 

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