Columnas

El hombre del impermeable

El 4 de abril de 2002, la revista Semana tituló en uno de sus artículos: “Álvaro Uribe sale ileso de un atentado con bus-bomba en el que mueren cuatro personas”. El hecho se produjo pasada las tres de la tarde en el centro de Barranquilla, cuando la caravana que escoltaba al entonces candidato a la presidencia de la República atravesaba una calle concurrida. La onda expansiva no sólo mató a cuatro transeúntes, sino que también dejó herido a un número considerable de vendedores ambulantes y estacionarios. El futuro presidente de los colombianos dio declaraciones a la prensa sobre lo ocurrido y horas después las autoridades policivas aseguraron que la acción “terrorista” había sido ejecutada por la guerrilla de las Farc, la cual no negó ni se atribuyó el hecho.

Cinco años después, el 30 de julio de 2007, los organismos de seguridad del Estado y la Fiscalía capturaron a Javier Mena Mendoza, a quien señalaron de la autoría material e intelectual del atentado contra Álvaro Uribe Vélez aquella tarde de abril y de comandar la red urbana José Antequera del Bloque Caribe de las Farc. Mena Mendoza fue recluido en la cárcel de El Bosque de Barranquilla, donde pagó un año y medio de prisión, tiempo durante el que sus abogados demostraron que su defendido no era un miembro de esa guerrilla sino un defensor de los Derechos Humanos que abogaba por la restitución de tierras, despojada a la fuerza por las estructuras paramilitares dirigidas por Carlos Castaño y Salvatore Mancuso. Por esta razón, el 12 de diciembre de 2008, el Juzgado Séptimo Penal del Circuito formuló sentencia absolutoria a favor del detenido y condenó al Estado a pagar una indemnización de 150 millones de pesos por la privación injusta e ilegal de la libertad del ciudadano Javier Mena.

Lo que se supo luego -y que la misma justicia corroboró- fue que aquel atentado había sido ejecutado por Emilio Vence Zabaleta, entonces director seccional del Departamento Administrativo de Seguridad en la capital del Atlántico. Tanto la Procuraduría General de la Nación como la misma Fiscalía informaron que lo habían estado investigando por llevar a cabo no uno, sino tres atentados en Barranquilla y sus alrededores contra el candidato y luego presidente de la Repúblicas. Según El Tiempo, Vence Zabaleta era un cercano a Uribe Vélez. Se habían conocido cuando el primero dirigía la seccional del DAS en Montería, Córdoba, y, por lo expresado por el entonces mandatario, mantenían una comunicación fluida. Tanto así que Uribe lo consideraba una especie de héroe, “un buen muchacho” en cuyas manos habría puesto sin bacilar su seguridad personal y familiar.

En agosto del 2002, días después de que Uribe se posesionara como presidente, el DAS desmanteló “un plan terrorista” que buscaba atentar contra la vida del hombre más poderoso del país. En una casa de Puerto Colombia, pusieron al descubierto un “arsenal” con el que se pretendía derribar la aeronave presidencial cuando esta sobrevolara cielo barranquillero. Fue tan eficiente la investigación de inteligencia que no sólo se evitó un magnicidio, sino también la muerte de cientos de ciudadanos en la eventualidad de que los “terroristas” hubiesen cumplido con su cometido. Estos hechos, que parecían sacados de un thriller policiaco de acción y conspiraciones políticas, elevaron la popularidad del entonces presidente hasta las nubes. Un 75% de los colombianos tenía una imagen favorable del presidente y el resto lo consideraba un héroe. La Seguridad Democrática, un plan candado contra “el terrorismo de los grupos alzados en armas”, pareció dar sus frutos cuando los telenoticieros capitalinos y la prensa nacional les mostraban al país en cada emisión los resultados de esos combates entre el Ejército Nacional y la insurgencia: decenas de bolsas plásticas con cadáveres de “terroristas” dados de baja en combate eran sacadas de los helicópteros de la Fuerza Aérea. Según sus seguidores, fue tan contundente contra las “estructuras criminales” que no pasaba un sólo día sin que se descubriera un plan para asesinarlo.

En Arauca, en 2005, un carro-bomba estalló poco antes de que el presidente llegara a la capital del departamento. Y en Puerto Asís, Putumayo, las autoridades desactivaron, por esos días, una camioneta atiborrada de explosivos, preparada para estallar al paso de la caravana presidencial. Lo mismo ocurrió en Cali, Neiva, Bogotá y Bucaramanga. Lo que se consideró en su momento un triunfo de la inteligencia de las Fuerzas Armadas, era, en realidad, un plan maquiavélico, sin precedentes en la historia del conflicto armado que buscaba, al parecer, dividendos políticos y ascenso rápidos en el Ejército y la Policía. Fue así como el 31 de julio de 2006, a menos de una semana de la segunda posesión de Uribe, un carro-bomba hizo explosión en la carrera 45 con calle 75 de la capital de la República. En el hecho murió un transeúnte que luego fue identificado como José Antonio Vargas. El crimen, por supuesto, se le atribuyó a la guerrilla de las Farc. Y días después, en Sibaté, soldados de la XIII Brigada del Ejército desactivaron una carga explosiva con más de 250 kilos de anfo que estaba oculta en un camión y con la que se buscaba atentar por enésima vez contra la vida del entonces presidente.

En menos de quince días se produjo una seguidilla de desmantelamientos de carros atiborrados de explosivos. Según las estadísticas publicadas por el Ejército y divulgada por los medios de comunicación, el 93% de los atentados se evitó y decenas de vidas de civiles se salvaron. Pero como de lo bueno no dan tanto, investigaciones posteriores dejaron al descubierto la trama de un hecho que sólo podría compararse con las estrategias de la Guerra Fría: oficiales y suboficiales de Policía y Ejército robaban carros en cualquier punto de la geografía nacional que luego llenaban de pentolita o anfo y los dejaban abandonado en cualquier esquina por donde sabían que pasaría la caravana de seguridad del presidente.

Tanto fue el afán por mostrar resultados que llegaron al punto de la torpeza: “un reguero de huellas tan grandes y visibles que ni siquiera un aprendiz de delincuente lo habría hecho”, escribió Semana. Fue así como dos oficiales de la XIII Brigada alquilaron un taxi por cinco millones de pesos para llevar a cabo “una vuelta” y al día siguiente su dueño lo vio en las noticias cuando le era desmantelado una carga explosiva que había sido acomodada en varias ollas a presión. Esto, como diría el cronista, es sólo la punta de unos hechos que marcaron profundamente la historia reciente del país. Pero, curiosamente, y como era de esperarse, el mayor beneficiado por los delitos de sus subalternos nunca se enteró, como tampoco se enteró que al despacho de la Presidencia de la República había llegado a mediado de 2004 unas cartas de auxilio de un reconocido profesor universitario en Barranquilla que luego fue asesinado a tiros por los sicarios enviados por otro de sus subalternos. “Nunca supe de las cartas”, declaró a la prensa el “gran colombiano” cuando Alfredo Correa de Andreis era ya un cadáver y la noticia estaba en todos los periódicos del país.

Twitter: @joaquinroblesza

Email: robleszabala@gmail.com

(*) Magíster en comunicación.

 

Síguenos en Google News:Google News

Contenido Patrocinado

Lo Último