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Un arcoíris llamado Teresita Gómez

El presentador la anuncia, el aplauso sale con fuerza desde las gradas, ella aparece en el escenario. Está impecable, elegante, bella y radiante. Ahora el aplauso es atronador, hay gente de pie, ella sonríe, camina, mira al público, hace una venia de agradecimiento, gira y con delicadeza se sienta, acomoda su larga falda, y lo mira, mira a ese amigo que la ha acompañado por más de sesenta años, inclina un poco la cabeza hacia él, como si le agradeciera por tanto, y ahí, ya en un silencio que aturde, levanta suavemente la mano derecha, elonga esos finos dedos y los posa sobre él. Suena la primera nota, el piano también luce alegre, no en vano es Teresita Gómez quien lo seduce en ese momento. Es ella, una mujer altiva, brillante y genial.

Su vida es realismo mágico, incluso el mismo Gabo un día manifestó su interés en escribir sobre la vida de Teresita. No es para menos. Los Gómez vivían muy cerca del Palacio de Bellas Artes de Medellín. Allí ella, siendo una niña, durante el día, llena de curiosidad, se iba a ver las clases que dictaban. Arte por acá, arte por allá y ella estaba pletórica. Ya en las noches, gracias a la amorosa complicidad de su padre, encontró su gran amor: el piano y ella, un solo ser. Ella no buscó al piano, el piano llamó a Teresita Gómez. Y bajo el manto de la noche empezó a practicar con la sagacidad de un oído privilegiado, un talento único y todo eclosionó.

Con el paso de los años, profesores brillantes pulieron y aumentaron su talento. Ella, ávida de más, no paraba. Empezó a hacer recitales, era ella, la niña negra, vestida de manera impecable, la que maravillaba con su talento a una Medellín de los años sesenta que daba muestras de racismo y exclusión. Pero en Teresita Gómez, que lo vivió en su vida, este mal idiota y endémico de nuestra humanidad fue coraza, fue fortaleza y fue contrarrestado por el alma talentosa del artista, por su intelecto, por su poder como mujer de ébano que no se quiebra.

A ella la he visto tres veces en mi vida. Una vez, siendo yo muy pequeño, ella, amiga de mi madre y de mi tía, estaba en mi casa y la recuerdo sosteniendo una copa de vino, tenía una voz fuerte, una risa auténtica y un baile suave, rítmico y lleno de sabor. Luego fui testigo de su capacidad cuando la vi en un recital. Ahí vi pasión, genialidad, fuerza y al mismo tiempo mucha delicadeza en la interpretación. Son sus dedos largos, fuertes y suaves en el movimiento. En cada uno de sus tendones, de sus nudillos, de las fibras de esas manos, fluyen Chopin, Bach, entre otros. Ellos están ahí, en el piano y en ella, en uno solo. Es flotar.

Luego compartimos un paseo familiar en chiva. Salió de su casa acompañada de una de sus hijas en medio de un día soleado, impecable. No lo digo en el marco de lo fino o costoso de su traje. No, lo digo en lo preciso, en el garbo, en lo nata, en su disfrute. Porque ese sombrero con una flor, esas gafas, ese vestido bello, comulgaban con su sonrisa, con esa voz ronca inconfundible y con una fragilidad mimetizada en la fortaleza de su ser y en sus años tan bien vividos.

Teresita Gómez ha recorrido el mundo con su piano. En los teatros más reconocidos del orbe, los tímpanos más excelsos del planeta se han visto a sus pies. De por sí que uno sea bueno para tocar un instrumento es un logro, pero que uno sea un grande para hacerlo, eso es de pocos. Es de elegidos, y, repito, a ella el piano la eligió.

Medellinense, de orígenes chocoanos y africanos, Teresita Gómez, ya con años de una vida plena, tiene que estar entre las veinte mujeres más significativas de este país en el siglo XX.

Teresita Gómez, con esa fuerza diferente que le trae conocimiento profundo y elixir de vida, es negra, sí, así lo indica su piel, pero no, ella también es amarilla, roja, marrón, blanca…

Ella, gran maestra, es un arcoíris de colores.

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