Hace un par de años, cuando todavía uno se podía sentar al borde de una piscina y dialogar sin tapabocas, tuve una larga charla de fútbol con un tío abuelo y su hijo. Esa noche jugaba la Selección y la discusión tomó un tono particularmente apasionado cuando les planteé la comparación entre el equipo de Maturana de la década de los noventa y el de Pekerman que había jugado las eliminatorias y el Mundial de Brasil 2014.
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Cual granada de fragmentación, ese mismo tema explotó ayer en redes sociales luego de revivir como país el emotivo partido de Colombia ante Alemania en el Mundial de Italia (aunque sin la narración original fue como ver El Padrino, con doblaje latino).
En algunas (pocas) escenas con debates interesantes sobre fortalezas y debilidades de cada equipo, análisis de cumplimiento de funciones en cada posición, estilos de juego, desarrollo de la idea táctica de los entrenadores y capacidad de destrucción de estrategias rivales.
En otras, un bochinche insoportable en el que se elevaba al equipo defendido a niveles celestiales y se le ponía a la altura de un campeón del mundo: algo de lo que nunca hemos estado ni cerca. Al otro, se le quitaba todo mérito, como si ir a un Mundial y jugar ante quienes sí han conseguido ese título (y no han vivido del ‘que tal si…’) fuera tan sencillo como postear desde el sofá.
Algunos de los que ya tenían consciencia el día del gol de Rincón, y hacían parte de la población colombiana que no superaba los 35 millones de habitantes por esos días, lanzaban trinos envenenados de una superioridad moral infantil. Como si haber nacido antes los convirtiera en una especie de iluminados.
Los de este escuadrón, donde también hay jóvenes ‘adoptados’, ignoran el mérito de James, Falcao y compañía. Minimizando lo que significa ser el goleador de un Mundial (sin jugar de delantero) y quedarse con el premio Puskas; o ser el máximo anotador histórico del equipo nacional teniendo además un tremendo registro de goles en Europa.
Como si hace 30 años fuera posible para Colombia tener más del 85% de una plantilla mundialista jugando en el exterior, en ligas evidentemente más competitivas que la nuestra; y finalmente olvidando que nunca antes habíamos visto el paisaje desde tan alto: los cuartos de final.
En la otra orilla, donde también hay unos no tan jóvenes ‘adoptados’, la burla por «celebrar un empate», como si nuestra vitrina estuviera repleta de coronas y medallas. Chamuscando el libro de historia y dándole la espalda a lo que significaba estar de regreso en una Copa del Mundo después de 28 años, sorprendiendo a todos con un fútbol lírico que se alzaba como un poema de esperanza en tiempos de terror para la nación y que además, cuando rodaba la pelota, era capaz de desactivar una máquina de matar como Alemania o hacerle cinco goles a Argentina en el Monumental.
Tener un favorito, por la razón que sea, está bien. Yo lo tengo, mi tío abuelo y su hijo también. Usted, seguro. Sacar el hacha y vendarse los ojos repartiendo descalificaciones para la otra generación es una tontería innecesaria. Podemos valorar ambas. Inflar el pecho por James y el Pibe, querer a David y René, Falcao y Rincón.
Futbolísticamente son tan pocas nuestras repisas con motivos para sentirnos orgullosos, que no parece justo hacer fuego con ellas.
El agua se puso fría. El partido estaba por empezar. Mi tío abuelo pidió ayuda para levantarse. Se secó y se puso una camiseta de Colombia con el ‘9-Falcao’ en la espalda. Yo soy de su equipo.