Durante estas fechas son dignas de compasión aquellas familias cuyos miembros no se soportan, confinadas por semanas enteras a un mismo espacio. Las viviendas se transforman en casas-estudio. La cotidianidad, en un festivo constante bajo condiciones de convivencia extrema… un perpetuo Día de la Madre, con las implicaciones que ello conlleva en una tierra tan ‘apacible’ y ‘dada al diálogo’ como Colombia.
Pienso en quienes escapan del hogar con cuanto pretexto laboral, académico o social encuentren. En las parejas que no se toleran. En los hijos, únicos testimonios de cuando a ambos progenitores les interesaba hacer algo juntos. En los cónyuges que cultivan amancebamientos y amantazgos, hoy separados por la inmunología. En hermanos que se aborrecen. En papás y mamás que no conocen a sus vástagos y en algunos de estos últimos con la atención volcada sobre los smartphones y la arrogancia ‘a flor de adolescencia’. También en los que tenemos el gusto de contar por único compañero permanente con un animal de especie distinta a la propia. Pero, en particular, recuerdo a los ancianos, población clasificada bajo la etiqueta de ‘más vulnerables’.
Permítaseme, recalco, decir ‘ancianos’ en lugar de ‘abuelitos’, ‘adultos mayores’, gentes de ‘la tercera edad’ y demás eufemismos asociados. ¿La razón? No cualquier anciano tiene descendencia. Cuando ese es el caso, lo de ‘abuelitos’ suena lastimero. Con respecto al diminutivo, sólo llamo así a los míos (maternos) en tanto los considero mi mayor patrimonio. En julio se cumplirán 70 años desde que decidieron unirse. Y ahí siguen… vigorosos. Ella, de 87, es carismática, memoriosa, brillante e histriónica. Tiene linda voz, dotes sociales envidiables, inteligencia notable, una generosidad que desconoce limitantes y un carisma excepcional. Él, de 92, es contador pensionado. Un autodidacta que lleva sus balances del mes en Excel y profesa especial fascinación por la tecnología. Un hombre con talento para escribir y sensibilidad literaria que en su juventud experimentó con toda suerte de fes, desde el rosacrucismo hasta el hinduismo, y cuya exploración lo llevó a decantarse por el cristianismo puro… ese que no precisa iglesias y que tiene el amor como única premisa.
Ambos viven en Armenia y andan recluidos en una finca en Calarcá. Las circunstancias actuales me imposibilitan cumplir con mi compromiso de visitarlos una vez por mes. En marzo no fui. Lamento privarme de abrazarlos y de sentirlos cerca.
Muchos, como yo, atesoran el privilegio de tener abuelos. Pero otros más, por cuestiones del azar, de incompatibilidades o del carácter de esos que les tocaron en suerte, los han marginado de su ‘primer anillo de afectos’. Incontables ancianos viven en abandono, insalubridad u ostracismo familiar. Ciertos líderes mundiales, incluso, los han dado por víctimas inevitables de la pandemia que sobre la humanidad se cierne como una ‘amenaza pedagógica’. “Unos tendrán que sacrificarse”, opinan varios líderes estúpidos. De ahí mi invitación a valorar cada instante con ellos, en virtud de la transitoriedad implícita en cuanto nos rodea, incluidos nosotros. No olvidarlos constituye, pues, un imperativo ético y una deuda con la naturaleza. La mayoría de quienes ahora se ufanan de ser jóvenes habrán de convertirse en pares de quienes a tiempo presente y por su edad desdeñan. Al final del camino, todos somos coetáneos.
Por lo pronto: un beso en la distancia a mis abuelitos, mientras sueño con volverlos a ver. Hasta el martes próximo.