Uno y otro son llamados que se han oído por estos días. El primero, en contra de los hipopótamos que residen en la Hacienda Nápoles. El segundo, a favor de Júpiter, el león que fue hallado en condiciones deplorables en el zoológico los caimanes de Montería, bajo la custodia del Departamento Administrativo de Gestión del Medio Ambiente (Dagma) de Cali.
PUBLICIDAD
El pedido de matar a los hipopótamos ha salido, principalmente, de boca de ambientalistas. El de salvar al león, de boca de todos. Esta contradicción no es extraña, considerando que cuando hay intereses humanos en aparente conflicto con los de otros animales, como ocurre hoy con los hipopótamos, la mayoría suele pedir que maten a los segundos. Claro, ellos siempre serán “los invasores”, “las plagas”, “la amenaza”, no así nosotros, pese a la destrucción que causamos a diario.
Incluso, la bióloga Brigitte Baptiste llegó a decir que los hipopótamos de Nápoles son una plaga tan grave como el coronavirus. Pero ni de riesgos se propondría balear a los transmisores del virus. Obviamente, si fueran de otra especie ni siquiera se habría discutido. Para no ir tan lejos, basta con recordar las hogueras que se hicieron con millones de cerdos y gallinas vivas cuando se desataron la “fiebre porcina” y la “gripe aviar”, aunque fuéramos nosotros los responsables de ambas pestes.
Los hipopótamos llegaron a Nápoles en los años 80, cuando el asesino y narcotráficante Pablo Escobar mandó a importar cuatro. El estado, en su acostumbrada ausencia, jamás actuó y hoy son más de sesenta los individuos que habitan en la zona. A cuenta de esa desidia institucional hoy hay quienes sostienen que la única opción es matarlos. Amparados en un discurso conservacionista, afirman que la contensión del daño ecológico debe primar sobre la vida de los individuos ¿Qué tal hiciéramos el mismo planteamiento sobre nuestra propia especie, conscientemente destructiva? Jamás. Esos análisis ecológicos, de fácil disparo, siempre estarán reservados a los otros animales. Nosotros, plaga de plagas, invasores de invasores, seguiremos saliendo airosos.
¿Acaso no hay opciones a la matanza? ¡Por supuesto! La esterilización. El proceso con los sesenta animales costaría unos 1.200 millones de pesos; o sea, el 0.32 por ciento del presupuesto del Ministerio de Ambiente de 2019. Una bicoca junto a los 50 billones de pesos que los corruptos se roban en Colombia cada año ¿Que con eso podría hacerse investigación de fauna endémica? Sin duda. Pero querámoslo o no, somos responsables de la presencia de los hipótamos en nuestro país y de su reproducción, lo que hace que la salida fácil sea aún más inaceptable.
No todo es cálculos de poblaciones. Los animales no son objetos de la ciencia, piezas de poner y quitar para nuestros intereses, como tantos quisieran. Ellos también son sujetos de la ciencia. Y la ciencia de los sujetos es la ciencia del sentir y del deseo de vivir. O sea, del derecho a vivir: el que nos asiste a cada uno de nosotros –también animales– y al que jamás renunciaríamos para “hacerle un bien a la humanidad”.
Pues este derecho a vivir es el que reclamamos quienes hoy les exigimos a las autoridades ambientales salvar Júpiter (supongo que los conservacionistas no tienen conflicto con este reclamo porque no hay intereses humanos en juego. Aunque tampoco creo que les importe porque el león, ni es fauna endémica, ni está en peligro, ni sirve para reproducción. No es un recurso útil).
El león llegó a Villa Lorena, el hogar de paso de Ana Julia, su protectora, hace veinte años. Su madre era una leona que fue incautada de un circo, cuando en Colombia teníamos la mala costumbre de permitir la entrada de exhibiciones ambulantes de animales tristes y enloquecidos. Pero hace tres años el Dagma trasladó a varios de los animales que tenía Ana Julia. Entre ellos, dos pumas que llevaban once años con su cuidadora y que, al pasar a manos de la autoridad ambiental, murieron electrocutados. La mala suerte de Júpiter fue llegar a una cárcel –técnicamente llamada zoológico– donde perdió 100 kilos de peso.
Hoy Júpiter está de vuelta en Cali, gracias al revuelo mediático que se generó sobre su situación. Allí fue visitado, incluso, por el nuevo Fiscal General, Francisco Barbosa, quien aprovechó para afirmar que pondrá a funcionar la ley contra el maltrato animal. (Algunos han criticado que el Fiscal visitara al león y no a “los niños de la Guajira”, pero este reclamo sobre los niños se ha convertido en frase de estribillo para quienes pelean porque sí y porque no. Yo, en cambio, veo en esa visita un mensaje de empatía y compromiso con la vida).
¿Cuál es el fondo de esto? ¿Sobre qué bases se construyeron ambas tragedias: la de los hipopótamos, hoy en la mira de ambientalistas, y la de Júpiter, hoy al borde de la muerte? La destructiva decidia estatal. El importaculismo de un estado al que los animales y la naturaleza le importan tres pesos y por ello no invierte en institucionalidad ambiental: las corporaciones autónomas son nidos de corrupción. De 39 autoridades ambientales que hay en el país, solo 21 tienen algún tipo de infraestructura para la fauna silvestre o exótica proveniente del comercio o la tenencia ilegal. Algunas de ellas solo cuentan con jaulas, cuando el deber ser es que los animales se rehabiliten en entornos lo más parecidos posibles a sus hábitas. Otras simplemente enjaulan a los animales y los exponen como atractivos turísticos. También están las que abusan de la figura del “tenedor de fauna silvestre” y revictimizan a los animales, dejándolos en manos de cualquiera. Así ocurrió en el caso que denuncié en 2018 sobre un mono araña que, bajo la custodia de la Corporación Autónoma de Santander, duró doce años amarrado a una cadena, anclado a un palo, como un delincuente. Hoy no sabemos que pasó con él.
Villa Lorena, el hogar donde vivía Júpiter, fue amenazado de cierre por su ilegalidad, pese a que durante años recibió a cientos de animales que el Dagma no tenía a donde llevar. En este caso fue más garantista la “compasión ilegal” de Ana Julia, que el deber estatal del Dagma, el zoológico los caimanes de Montería y las Corporaciones autónomas del Valle del Cauca y de los Valles del Sinú y del San Jorge.
¿Qué hacer para que esto cambie y los animales dejen de ser tan solo las imágenes de los portales web del Ministerio de Ambiente y de las piezas gráficas con las que vendemos a Colombia como un país verde? ¿Rebotarnos, hartarnos, enfurecernos? El 25 de marzo habrá un nuevo Paro Nacional. Yo, como siempre, marcharé por esta causa.
Por: Andrea Padilla Villarraga
Activista por los derechos de los animales | Concejal animalista de Bogotá | Ph.D. Derecho | @andreanimalidad