“Funciones 5:30 p.m. y 7:30 p.m”. Mucho más no había por saber. En un lote que bordea la carrera 12, vía a Santa Sofía, una de las conexiones principales dentro de Villa De Leyva, se erigían tres carpas. Dos más chiquitas que la principal. Al fondo se ve una casa rodante de esas como las que aparecen en las películas gringas, un par de niños que juegan allá adentro y al fondo un lote contiguo con dos perros que ladran y un Opel Kadett en vías de restauración o de abandono. Pero ahí en el medio de todos estos elementos, está listo para abrir sus puertas el circo de los Hermanos González.
Han tenido que ingeniárselas los dueños de estos espectáculos desde que se hizo vigente la prohibición de animales en los circos. Agregar nuevas rutinas, inventarse cosas, meter más riesgo a ciertas maniobras. Por allá en 1984 vino el circo Rolex a Colombia: eran años en los que había más animales que humanos en las carpas. De tradición, el circo Rolex esperaba contar con buen suceso en su paso por el país pero no pudieron tener peor suerte: un tigre se abalanzó sobre una niña que comía perro caliente en medio de una función. La niña sufrió heridas no tan graves, pero el miedo se instaló aquellos días que la gente decidió darle la espalda al Rolex. Un par de días después, un indigente al que le habían dicho que el mejor amuleto para cambiar su suerte era guardar en su solapa el pelo de un elefante. El hombre se coló en las jaulas del Rolex para obtenerlo sin pensar mucho en su propia seguridad; el elefante, al sentir el puyazo para quitarle un pelo, lanzó una patada que impactó al pobre sujeto, que falleció al instante. Como si fuera poco uno de sus camiones se accidentó viajando a Cali, dejando libres a varios de sus animales.
Hubo muchos que pasaron por acá (Gasca, Egred, Tiffany, Circo de Moscú, el de los dinosaurios, el de la Chilindrina…) pero el de los Hermanos González es más modesto. La función arranca con una grabación en audio donde cuentan que a pesar de las penurias, las trabas burocráticas y demás, ellos siguen en pie de lucha para llevar alegría a la gente. El ballet del circo comienza su andar mientras que la gente aún parece no ingresar: en la carpa estamos a lo sumo 20 personas para un espacio diseñado como para 150.
Aparecen los payasos: Osuna y Chispita. Se escupen agua entre sí y se dan raquetazos en el culo. Los tipos son genios porque no solamente hacen parte de ese show: todos los integrantes del circo se multiplican y se valora ese esfuerzo. Chispita también camina por la cuerda floja y Osuna arriesga su vida en una motocicleta dando vueltas en el globo de la muerte. En el intermedio la chica que hizo trucos con cinco hula-hula es la que, con maquillaje y vestido de luces escondido bajo una bata blanca, vende las crispetas. Gimnastas vendiendo comida, motociclistas maquillándose y poniéndose zapatos gigantes, contorsionistas haciendo equilibrio en sillas y atendiendo en la taquilla… el circo es más que nada cooperativo. Al menos el de los hermanos González.
Antes de que el motor de las motos comience a rugir en el globo de la muerte, los artistas dicen que ellos tienen que comprar un seguro individual por si les pasa algo allá adentro y que apelan al buen corazón del público para recolectar algún dinero. Pasan caminando entre la escasa platea con un sombrero recolectando monedas. No recogen mucho y se meten al globo de la muerte a confiar que no haya que gastar esas monedas en la sala de urgencias.
Al final, la venia y el aplauso de los que fuimos a verlos y a admirarlos por su dignidad a prueba de balas. Porque más allá de que parezca una empresa insalvable, ellos siguen creyendo en el circo. Nosotros también.