Al ser Bogotá un compendio de Colombia entera, la mayoría de los aquí nacidos personificamos el producto azaroso de muchas ‘regionalidades’ que en la capital se encuentran. Así, si nos acogiéramos al rigor de lo genético, y pese a la indisimulable cara de rolo que todos me imputan, quien esto escribe tendría más de quindiano y de ‘nortevallecaucano’ que de bogotano. Mamá: calarqueña. Padre: cartagüeño. Vacaciones de infancia: siempre en Calarcá.
Allá, en la llamada ‘Villa del Cacique’ reposan muchos de mis fantasmas y añoranzas. Entre sacos de café, trilladoras y árboles de plátano. Entre recuerdos de visitas a parientes longevos, a tíos abuelos y a primos que decían ‘motilar’ en lugar de ‘peluquear’. Entre los extintos solares de las bisabuelas Alicia y María y el patio de las hermanas, todas rezanderas, del bisabuelo Víctor. Entre lo que queda de la Posada Alemana. Entre el gusto a empanadas de cambray, mazamorra con panela, ‘forcha’ de Barcelona, ‘kumis con cuca’ y patacones con hogao de Salento. Entre los álbumes y documentos debido a cuya magia he edificado una relación sólida con ancestros a quienes nunca conocí.
En Calarcá aprendí a conjugar en pasado… y el vicio se me quedó. Supe de poetas… Luis Vidales y Baudilio Montoya entre ellos. Me interesé por la biografía de un multimillonario industrial calarqueño llamado Vicente Giraldo (Vigig), que a principios del siglo XX empapeló los tranvías de Bogotá con publicidades alusivas al Caspidosán —un antiseborreico— y al Afeitol Vigig, una espuma de rasurar. Allí absorbí las historias de mi abuelita Sola sobre un tal cacique Calarcá, que a juzgar por documentos ni era cacique ni era calarqueño, sino oriundo de terruños correspondientes a lo que hoy llamaríamos Tolima. Ahí me fui obsesionando con las leyendas acerca de guacas y tesoros ocultos en Peñas Blancas. Gracias a Calarcá conocí el término ‘grecoquimbaya’ y deliré con aventuras de colonos y pueblos erigidos a fuerza de obstinación y valentía. Allá, justo allá, comencé a admirar a don Segundo Henao, masón, librepensador y fundador del mencionado municipio.
El viernes anterior, como cada mañana, me llamó Solita, hoy radicada en Armenia: “murió Luis Fernando Londoño Aristizábal”, anunció. Para quienes no lo ubiquen: caballero amigable, comprometido y de buena estampa, fundador, curador y director del Museo Gráfico y Audiovisual del Quindío, con sede única en Calarcá. Quienes hayan tenido ocasión de conocer esta iniciativa, fundada en 2006, de seguro se habrán sorprendido con las decenas —si no cientos— de miles de imágenes fijas y en movimiento alusivas a la región allí albergadas.
¿Qué hay allá adentro? Memorias familiares, de desarrollo urbano y nostalgias en todos los formatos y dataciones imaginables. Una colección impresionante de cédulas antiguas y registros de eventos sociales. Genealogías completas en forma de fotogramas. En suma: un paraíso para los ‘añoradores’ de alma y una fuente inacabable de insumos para los investigadores. Fallecido Luis Fernando, temo que el legado de este quijote haya de terminar confinado a algún patio y que tamaño acervo documental perezca a manos de la humedad, el desdén y el olvido. De momento, encomendarnos a los dioses del patrimonio, si existen, para que semejante espacio no se vaya con su gestor, a quien no cabría mejor homenaje que resguardar esta herencia sin precio. Hasta el otro martes.