El bofetón fue definitivo. Pleno en la cara y lo más lindo de todo es que no tiene el sabor de la venganza. Fue más bien una hazaña futbolística maravillosa y bien trabajada por el equipo de fútbol femenino de Colombia en los Juegos Panamericanos, que desembocó en un nuevo acto de justicia poética.
Porque la mayoría de piedras que ellas han tenido que sortear en el camino han sido por cuenta de los dueños del negocio, de los hombres de corbata que se sientan a decidir por ellas sin que se les tenga muy en cuenta. Los mismos que a partir de palabras feroces pretendieron meter el deporte en medio de una batalla de sexos absolutamente ruin e innecesaria. Cómo Gabriel Camargo, que desde que lanzó aquella frase cavernícola en la que habla del fútbol femenino como caldo de cultivo de lesbianismo y refiriéndose a ellas como “tomatrago” ayudó a que los retrógrados estuvieran felices. De más está decir que el dirigente nunca fue sancionado por cuenta de su verborragia –como lo exigen los estatutos Fifa– y que sus disculpas con sabor a desgano a través de un escueto comunicado se vieron más como una burla que como un acto sincero de autocrítica.
También Alvaro González Álzate, el hombre fuerte de la Difútbol, debe estar con el ceño fruncido. Aún se recuerda aquella rueda de prensa que dio el directivo, cuando se hizo pública la situación de presunto acoso sexual del técnico Didier Luna a varias futbolistas de la selección sub-17, en la que afirmó que aquellas denuncias le sonaban más a ganas de figuración pública de algunas implicadas y donde también dejó clara su posición con respecto a las palabras de Gabriel Camargo: “Como somos un país de doble moral e hipócrita, expresamos nuestros conceptos personales en privado, pero no nos atrevemos a hacerlos públicos, y además, nos lanzamos en picada contra todo aquel que se atreve a hacerlo”.
También el triunfo ante Argentina debió desatar un par de molestias en torno a aquellos que confeccionaron la liga femenina de fútbol, un campeonato hecho a las carreras, que hace imposible que sus integrantes puedan vivir del profesionalismo por cuenta de su corto calendario.
Y profesionalismo fue el que mostró Catalina Usme. Después de haberle hecho gol a las argentinas en la final, de ganar el oro tras 120 minutos de disputa con penales incluidos, viajó de inmediato a Cali para jugar con su equipo, América, el clásico ante Deportivo Cali.
Aún queda el sabor raro de la no convocatoria de Yoreli Rincón –que en su momento protestó por la repartición de premios al ganar con su club, el Huila, la Copa Libertadores femenina– pero esa medalla de oro en los Panamericanos resultó ser uno de los más grandes sopapos con guante blanco que diera una delegación a su dirigencia en toda la historia de nuestro fútbol.