En la entrada de la Escuela Normal Superior de Cartagena de Indias pregunté por el taller que hacía parte del programa Cine en los Barrios. No era un evento concurrido por periodistas, como suelen ser la mayoría de los que hacen parte del festival de cine más importante del país, el FICCI. El guardia de seguridad no me pudo dar muchas indicaciones, pero tras subir los primeros escalones, una estudiante me dijo cómo llegar. El set ya estaba listo: dos presentadoras, el entrevistado y los encargados de sonido. La cámara la dirigía un hombre que tenía una gorra negra de la película Los Cazafantasmas.
Era un día de sol pesado, pero el clima resultaba irrelevante en un espacio que permitía apreciar algo de la Cartagena auténtica y lejos de las calles maquilladas del centro. Al hombre de gorra negra, todos los estudiantes, que tenían entre 10 y 15 años, lo miraban con admiración. La pasión por enseñar y por las imágenes en movimiento resultaban naturales. Todo el colegio escuchaba atento a su director temporal, el de la cámara. Fue entonces cuando la solemnidad de las órdenes de producción se reemplazaron por la música, en el momento en que la banda marcial hizo su aparición. Frente al colegio, los jóvenes pusieron a bailar a los presentes a punta de liras y platillos, porque si hay algo que no se le puede quitar al Caribe es su ritmo, tan presente en la piel de la gente.
El taller terminó en la cocina, con los más pequeños enseñando cómo hacer la tradicional arepa de huevo y el cóctel de camarón. Luego, en el taxi de regreso, el hombre de gorra negra habló de sus pasiones, de cómo se deberían generar contenidos y movimientos audiovisuales en las distintas regiones de Colombia para evitar que el cine estuviera tan centralizado. Fueron 18 minutos desde el colegio a la entrada de la ciudad amurallada, en la que me contó que sentía que Arauca era como una isla, pero que aun así creía en que se debía trabajar por inspirar a los amantes del cine. Sus trabajos se concentraban en darle alternativas de vida a niños desde los 9 años, promoviendo los gustos y sembrando lo que él llamaba el “bicho audiovisual”. Lo había hecho ya con la fundación El Faro, para darle oportunidades a jóvenes a que cambiaran la violencia por el arte; y también trabajó con resguardos indígenas, con el objetivo de responder a las necesidades de su región a través de lo que más amaba.
El día en que me dirigía a un taller en El Salvador sobre investigación periodística en contextos desafiantes, me enteré que al hombre de gorra negra, el cineasta Mauricio Lezama, lo habían matado. Mauricio Lezama trabajaba en un documental sobre una sobreviviente de la Unión Patriótica, en un contexto desafiante: ser de una región olvidada. Su muerte, en un país como Colombia, se pierde en las noticias de corrupción, censura en medios de comunicación, falsos positivos 2.0 y shows mediáticos. Sin embargo, no se pierde en quienes sabemos que en un país que se acostumbró a olvidar y a enterrar a los líderes de las regiones, la cultura seguirá siendo el camino para sanar lo que parece no tiene cura. Los periodistas, los gestores culturales y el país no deben perder la esperanza.