Hace unos días, el mundo conoció dos eventos trágicos, de aquellos de los que se pensaría que nunca podrían ocurrir, y aún así, la realidad mantiene sorprendiéndonos: el referendo en Cataluña y la masacre en Las Vegas.
Dolió saber que en un solo día había habido centenares de heridos, que un país sufrió la explosión de una división que se venía cosechando desde hace años y que el nacionalismo exacerbado volviera a hacer de las suyas. Fue triste despertarse con 58 muertos y 515 heridos; pero, simultáneamente, el mundo no tenía por qué estar tan consternado.
Cuando miles de personas iniciaron sesión en Facebook y Twitter, o cuando buscaron noticias en Google, se enteraron de que el responsable del tiroteo en Las Vegas era un liberal anti-Trump al que le gustaba MoveOn.org, que el F.B.I ya había conectado al Estado Islámico con la masacre y que los medios de comunicación estaban ocultando que el asesino se había convertido al Islam. Por su parte, vieron que en Cataluña a una mujer le partieron cuatro dedos de la mano derecha, a un niño le reventaron el oído, a una mujer de edad le sangró la cabeza y un hombre fue golpeado con una bala de goma.
Todo esto fue información falsa y ampliamente divulgada en redes sociales y buscadores. Aun más, varias de estas imágenes fueron usadas por medios de comunicación colombianos de divulgación nacional para relatar la noticia. Con la confianza de la gozan estos medios, ¿quién no iba a creer que aquellos desmanes realmente habían ocurrido? Apreciado lector y periodista, temo (o mejor dicho, me alegro) decirle que no hubo manos, oídos o cabezas rotas.
Más allá de si los medios de comunicación deben informarse mejor antes de difundir una noticia, en las sombras se deslizan quienes multiplican la información falsa: los proveedores de servicios de Internet. Respecto a la masacre en Las Vegas, Google y Facebook culparon a errores en los algoritmos de la publicación de noticias falsas y aseguraron que trabajarían para arreglarlos. Sin embargo, éste no es un problema unilateral, pues extremistas, conspiradores y propagandistas han tomado el hábito de difundir información conectándola con “palabras clave” y títulos que puedan surcar los algoritmos fácilmente. Y no es que Google o Facebook no puedan hacer nada al respecto, simplemente no lo desean. Que monitorear lo que miles de personas publican eleva demasiado los costos, que tomar acciones de vigilancia atentaría contra los derechos a la privacidad y la libertad de expresión, que sería una afrenta a la libertad de la que se pregona en Internet, y así, interponen excusas para no hacerse cargo de sus plataformas.
Estos proveedores ya llevan tiempo enfrentándose a información que atenta contra la verdad o que tienen fines propagandísticos, que también distorsionan de una u otra forma la realidad. Por ejemplo, Twitter tuvo que responder a los mensajes que el Estado Islámico difundió en la plataforma con propósitos terroristas, además, continuamente debe enfrentarse a denuncias de calumnia y amenaza por grupos intolerantes. Facebook le entregó a investigadores estadounidenses 3,000 anuncios pagados por el gobierno ruso durante la campaña presidencial norteamericana de 2016, y se comprometió a contratar más de 1,000 moderadores para revisar si tenían contenido impropio. Y Google ha sido criticado por su modelo económico de desinformación.
Con un gran poder viene una gran responsabilidad, pero estas plataformas no están dispuestas a asumirla; en consecuencia, una oleada de desinformación surca entre tweets, links y posts, como si de un virus se tratara. No obstante, también es cierto que, en los pocos momentos en que estas plataformas han querido tomar el control, se han visto inmiscuidos en temas de censura y limitaciones a la libertad de expresión. La búsqueda por la mejor solución no ha sido fácil, y tampoco lo ha sido responder a las preguntas “¿estas plataformas deberían ser responsables de lo que sus usuarios publican?, ¿en qué grado?”.
Mientras tanto, no queda más que no creer todo lo que lea y vea en Internet. Querido lector y periodista, no sufra y no se consterne, acuérdese que en un mundo virtual, la realidad se acerca cada vez más a la ficción.