Luego de un par de semanas de llevarse a cabo en todo el país las movilizaciones del llamado orgullo LGBTI, son muchas las reflexiones que giran en torno a su realización y seguramente a su impacto en términos políticos, sociales y, por qué no, económicos (impacto comprobado en visitantes, comercio y lugares de ocio. Seguramente sobre este asunto tendremos mucho que decir en otra columna).
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Las redes sociales estuvieron cargadas de comentarios amigables y otros críticos sobre el derecho a la movilización de las personas que construimos una identidad sexual diversa. Desde aberrados, enfermos o delincuentes, los argumentos en contra develaban lo que algunas facciones de la sociedad piensan de nosotros: personas que no debemos hacer parte de los escenarios públicos prohibiendo este tipo de manifestaciones. Existen otros sectores sociales que “respetan” todos estos asuntos de “los LGBTs” siempre y cuando estemos escondidos y cubiertos donde no se nos note “la maricada”, son aquellos que nos meterían como el polvo debajo de la alfombra de la sala. Ambas posturas, a mi manera de ver, aunque exageradas, son predecibles.
No obstante, están las posturas que más sorpresa me causan, aquellas que se indilgan ser amigas de la diversidad sexual y abanderados de los derechos que no buscan otra cosa que homogenizarnos y vestirnos de manera “adecuada” para poder marchar por nuestros derechos. Varias amigas y amigos me increparon con argumentos que distan mucho de ser expresados por defensores de Derechos Humanos: “Deberían vestirse mejor: hay muchos travestis (frase textual) que salen con los senos al aire y borrachos, causando una imagen grotesca para los niños”, “Deberían comportarse y usar trajes alegóricos” o, el mejor de todos, “si la idea es celebrar el orgullo podríamos hacerlo en los bares y discotecas y no en la calle”.
Puedo pensar que este tipo de argumentos parten del desconocimiento y el moralismo que ha envuelto históricamente la desnudez del cuerpo humano, puede ser que existan personas LGBTI que les da pena expresar con su corporalidad alguna reivindicación de los derechos vulnerados históricamente en donde el cuerpo ha sido el protagonista, o simplemente puede que de defensores de la igualdad y la no discriminación tengan muy poco.
Donde el cuerpo se reconoce como una meta lograda, un espacio en el que se construyen desde la identidad, desde el verdadero ser; es como querer mostrar ese carro que tanto trabajo nos costó comprar a todo el mundo, es querer mostrar las tetas para quienes ponérselas significó mucho más que un par de millones, un proceso de desarrollo personal.
Lo cierto es que para quienes creemos en la libertad en todas sus expresiones, marchar desnudo o con poca ropa (así yo no lo haga por un pudor impuesto culturalmente), todas las expresiones son válidas y útiles para decirle a esos grandes opositores que los cuerpos de las personas LGBTI existen, que no somos alienígenas, seres extraños con dos penes o sin vaginas, que también tenemos senos, que somos gordos o delgadas, que nuestro cuerpo es tan hermoso como el que ellos ven a diario en el espejo de su baño mientras se secan y que cubren con ropa para encajar en esta sociedad.
¿Qué pasaría si nos quitáramos tanta tara sobre la desnudez y esto nos permitiera reconocernos entre nosotros, ver la fragilidad pero también la belleza de la especie humana? ¿Qué sería de nosotros si permitiéramos que las apuestas sociales y políticas de nuestra piel se expresara libremente y conociéramos la verdadera esencia nuestra? Quizá el mundo sería un mejor lugar: sin prejuicios, sin diferencias, con espíritu y descubriendo la verdadera razón de ser del ser humano que va más allá de lo carnal: el alma.
Por: Juan Carlos Prieto / @jackpriga