El ejercicio se repite todos los días: está uno sentado en la silla y mira hacia adelante y solamente hay luces rojas multiplicándose. No hay nada más al frente. Y de fondo musical el ronroneo del automóvil en neutro y el olor de llanta chamuscada del clutch, que sufre cada vez que uno lo oprime tan seguido. Eso toca aguantarlo de aquí hasta que el coche fúnebre nos lleve a la tumba. Eso sí, no tengo ninguna garantía sobre si en ese momento la camioneta que lleva nuestro cadáver de pronto permanezca horas en un atasco de tráfico interminable.
Julio Cortázar alguna vez se sentó a pensar en eso: en ese tiempo muerto que significa estar metido dentro de un carro, atorado en medio de la nada, con otras víctimas que a su vez son victimarios, porque sin ellos y sin uno, el trancón no sería trancón. Ilustró ese drama moderno en ‘Autopista del sur’. Y REM también hizo su aporte con Everybody hurts y la liberación en medio del tránsito pesado.
Da impotencia porque es un lugar que no podemos abandonar, pero del que nos queremos ir de inmediato. Y no podemos. Y no queremos tampoco. Vale para el dueño de un automóvil o para el pasajero de un bus. Es la tortura diaria que necesitamos vivir para llegar a trabajar. Y es el tortuoso recorrido entre los puntos A y B que nos separa de nuestra casa, ese sitio al que podemos ir menos y que cada vez se extraña más por culpa del tráfico.
En Cartagena pasa también. De salida de una charla en el Hay Festival estábamos en una camioneta Hernán Peláez, Juan Carlos Iragorri, David Nieves y yo. El chofer, paciente, debía llevarnos a nuestros hoteles y el tráfico impedía la cita con el colchón. Pero juro que nunca fue tan bueno estar en medio de ese embotellamiento. Porque Hernán Peláez parece no detenerse nunca y sus cuentos hacen que se olvide un poco todo el drama que implica no llegar a casa. Por eso, en medio de risas, nos contaba que al Quindío fue a jugar Juan Vairo, un insider que se crió en Rosario Central y que había hecho su propia historia en Boca y Juventus. Y el pobre Vairo ya estaba desandando el camino. De Turín a Armenia, consciente de que sus cartuchos estaban a punto de apagarse. Contaba Peláez que hacía camerinos y vio a Vairo contra la pared, de pie, con las piernas cruzadas y él para adornarlo empezó a decir: “¡Sí señores! Es el gran Juan Vairo que estuvo en Boca, Juventus… Juan, bienvenido a nuestra transmisión, ¿cómo está?”. Vairo sonrió con tristeza por tantas medallas oxidadas y resignado respondió: “Quindío, Croydon”, mientras se señalaba los zapatos. Fue la forma de decirle que estaba jodido.
Y así hubo mil cuentos más. Cada uno más divertido que el otro pero lo bueno acaba. De pronto el tráfico se liberó y llegamos a nuestro destino. Las historias ese día, se acabaron.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.