Columnas

¿Cómo les gusta la carne a los antitaurinos?

A mí me cambió el corazón desde el momento en que me enamoré de mi gata Mandela. Antes veía a mi viejo tan agradecido por la compañía de sus perras, y no entendía. De hecho, no le creía. Me parecían ridículos, él y todos los que lloraban la muerte de sus mascotas como si fueran hijos.

Hace dos años llegó Mandela a mi vida. Tenía dos meses y estaba sin operar. Cuando casi cumplía un año decidí operarla porque me estaba enloqueciendo, hubiera podido botarla por una ventana. Así que decidí darla en adopción, pero se enfermó, necesitó tratamiento y mucho amor, y no fui capaz de entregarla. Hoy en día estoy perdidamente enamorada de ella y salgo corriendo del trabajo a abrazarla. Estando a mi lado hace que no me sienta sola, estoy acompañada.

Y así todos los animales se convirtieron en Mandela. Y yo, que pasé tantas horas de mi adolescencia viendo fotos y videos de humanos descuartizados, pedazos de cuerpos, sangre, suicidios, asesinatos, snuff, etcétera, ya no soy capaz de ver imágenes de un animal maltratado sin que se me llenen los ojos de lágrimas y sienta un profundo dolor. Todos los animales son Mandela. Por eso no quiero ver fotos de toros sangrando a chorros por la nariz y el lomo, o de perros maltratados y moribundos, o de zarigüeyas muertas a palazos y patadas. No soy capaz. No puedo comprender tanta crueldad, pero entonces recuerdo que –en general– el ser humano es bien bruto, y todo cobra sentido…

Esto explica que mi primera reacción a las corridas de toros en Bogotá estuviera llena de odio e incomprensión, y escribí en mis redes que no puedo relacionarme con alguien que disfrute tal espectáculo, por considerar que tiene un corazón enfermo.

Y entonces me llamó mi amigo Fernando Gómez, a quien respeto, admiro y además muero por él; es alguien a quien no quiero sacar de mi vida. Fernando se dio por aludido con mi comentario y quiso explicarme un evento que describe como la más fabulosa y espectacular forma de arte. Sus argumentos, aunque no me convencen, me abrieron los ojos. Y así llevo días oyendo argumentos de amigos en contra y a favor, y por más que lo piense y lo piense, no logro tomar una decisión.

Me puse a pensar en cuánto sufren los animales que me como, teniendo muy claro que en la corrida se tortura al animal por pura entretención, y en cambio los animales que nos comemos son torturados con el único fin de alimentarnos, que es una necesidad primaria (a mí no me digan que puedo sobrevivir comiendo lechuga, no me jodan).

Es cierto que venden carnes de animales que no han sido torturados, pero estos alimentos son mucho más caros que los de animales que padecen su existencia. Son tan caros que solo acceden a ellos una ínfima minoría dentro de la que no me encuentro, yo prefiero gastarme esa platica comprando ropa y marihuana, a quién engaño. Y además no dejaré de comer carne mientras pueda evitarlo, yo me crié en Uruguay.

Entonces ahora no me siento con el valor moral de criticar las corridas de toros, porque me gusta que cuando llega a mi plato la carne esté sangrando. Y me pregunto, ¿cuántos de los activistas antitaurinos comen carne? ¿Cuántos de ellos hacen el gran esfuerzo de comprar carne de animales que no han sido torturados?

Pues Fernando me invitó a una corrida, y pienso que iré solo para saber qué es lo que estoy criticando. Y desde ya creo estar segura de que lo que más me va a indignar y lo que más me va a impresionar y a desagradar será ver al exprocurador Ordóñez. Y me va a quedar muy difícil no gritarle: ¡Hijo de puta!

Y así concluyo que mi punto de vista sobre el tema de las corridas de toros es que no tengo punto de vista (y que no voy a sacar de mi vida a los amantes de las corridas de toros, pero sí a los que suban fotos del evento porque qué puta necesidad…).

Por: Virginia Mayer / @virginia_mayer

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