El domingo La Santamaría fue otra vez teatro de sacrificios bovinos, y sus alrededores escenario de confrontaciones. Amparada en proteger “expresiones artísticas y culturales” y defender minorías, nuestra Corte Constitucional optó por regresarnos a miserias superadas.
Con frecuencia la justicia respalda crueldades. Convendría a tan eminentes jurisconsultos redefinir ‘minoría’ y ‘cultura’. Por lo primero entendemos, creo yo, a grupos reducidos, vulnerables o amenazados. No a conglomerados con aficiones peculiares. De lo contrario, a los neonazis que por deporte linchan homosexuales, a los zoofílicos que se ayuntan con asnos y a los caníbales –a quienes de agremiarse y en concordancia con esta postura elevaríamos a gastrónomos– cabría blindarlos bajo tal categoría. Torturar cristianos, por ejemplo, de seguro constituyó una experiencia exquisita y muy cultural para Nerón, Calígula y los suyos. Y de no ser por sus detractores, hoy continuaríamos considerándola tradición.
Un descargo protaurino apela a la eventual desaparición del toro de lidia por la prohibición. A ello contraargumentaríamos que nada nos autoriza a hacer eugenesia a nuestro capricho. Otros aluden a la tauromaquia como ritual estético y simbólico en el que la fortaleza bestial y la sagacidad humana combaten igualitariamente… De ser así, en aquellas escasas oportunidades cuando el torero resulta ajusticiado, a su rival le lloverían aclamaciones e indultos, le estaría permitido desorejar al contendor y dispondría de asistencia médica en caso de lesiones. Por demás… si tal equidad existiera, víctimas y matadores fallecerían en proporciones similares. Los restantes, no sin cierta razón, llaman inconsistente al opositor cuyo menú incluye bistec.
Más allá de argumentos conocidos en contra o a favor, la paradoja radica en que algunos autoproclamados oponentes de la barbarie incurrieron en esta durante la pasada faena, con el pretexto de combatirla. Hubo heridos y desmanes. Inadmisible valerse de semejantes bajezas para soportar una causa, por válida y urgente que sea. Tan hipócrita respaldar procesos de paz y en simultánea avivar a un maltratador de indefensos, como violentar a sus simpatizantes, sin importar cuán errados estén.
Los juristas ven en la humanidad al único colectivo cobijado por un sistema jurídico creado por y para ella, y al resto del reino animal como ajeno al mismo. Tal enfoque enmascara un larvado antropocentrismo, tendencia que de persistir podría autodestruirnos. Para muchos, repetimos, no hay justificación estética o histórica alguna que soporte la infamia. Mientras no nos visualicemos como parte de un entorno vivo sistémico y desconozcamos nuestra condición de primeros obligados a rechazar toda muestra de crueldad, por ancestral que esta sea, nuestro futuro como especie seguirá comprometido, y lo peor: por decisión de entes incompetentes o de corazones fríos. Y eso es lo que nuestros legisladores están sembrándonos. Por ello fue triste ver a tantos padres que aquel día se acompañaron de sus hijos para presenciar en familia el show de la infamia.
De ahí la relevancia de examinar los riesgos y vacíos conceptuales que lo anterior entraña. El ordenamiento jurídico nacional reconoce a otros animales como seres sintientes, y castiga su maltrato. Pero al mismo tiempo confiere estatus de minoría y avala a quienes ovacionan al verdugo de un toro y se regodean en su dolor y su agonía. ¿No hay ya bastante absurdez implícita? ¿Qué sentido tiene andar predicando pacifismos, cuando en paralelo insistimos en hacer de la muerte de desamparados un espectáculo público aplaudido por la oficialidad?