Una de las preguntas que siempre me haré es: ¿por qué la comida que más nos gusta, de la que más nos antojamos, es la que más le hace daño a nuestra salud? Ya sé que los médicos tienen la respuesta, pero me rehúso a entenderlo. Hoy tuve uno de esos episodios de impotencia, tentación y voluntad, que me puso a prueba en su máxima expresión.
Llegó la hora del almuerzo y estaba en un evento, así que tuve que llegar a una enorme zona de comidas. No sé en qué momento me vi justo al frente de un restaurante de hamburguesas y lo único que tenía en mi mente era pedir una de esas delicias, con adición de cebolla grillé y extra bacón, en combo con papas y malteada de chocolate.
Me sentía decidida, pero, a medida que avanzaba la fila, comencé a sentir cargo de conciencia. He estado juiciosa en el gimnasio, quemando calorías, perdiendo peso extra y acabando con el alto porcentaje de grasa corporal que me acompaña desde que me volví una persona sedentaria. Iba a tirar todo mi esfuerzo a la basura, así que lo pensé durante varios minutos. Luego, justifiqué mi elección, porque una hamburguesa al año no tendría por qué hacerme daño (bueno, una a la semana). En fin, llegó mi turno y lo que se me ocurrió fue decir que quería un wrap de pollo sin salsas y una botella de agua.
Ni yo lo podía creer, pero lo logré, logré hacer lo correcto, a pesar de mi debilidad, de mis ganas de “pecar”. Confieso que no siempre soy disciplinada, que en ocasiones escucho a quienes me dicen que la vida es una sola y que debo comer lo que quiera. Lo cierto es que debe haber un equilibrio, que es posible alimentarse bien, disfrutar la comida, ser feliz y no castigarse. Eso sí, acostumbrar al cuerpo es algo muy difícil, muy difícil.
¡Feliz fin de semana!