Pensaba que se había magnificado el recuerdo porque así son ellos: a medida que el color de su tinta se va borrando de nuestra mente, nosotros nos esforzamos en reteñirlos, claro, agregando a veces detalles de manera inconsciente como para que sean aún más lindos que el retrato original, el mismo que alguna vez observamos –en una ocasión escribí de eso, justamente en este espacio–.
Era él, por una punta. Nadie lo paraba. Y lo más paradójico es que yo no recuerdo una jugada tan impactante, capaz de retar tan de frente la normalidad. No me llega a la mente –salvo la famosa imitación de Flipper con la pelota pegada a la cabeza de ‘la Gambeta Estrada’– algo más genial que eso: un arquero que sube hasta el área rival y no como los de ahora, que lo hacen en el minuto 93 a buscar un frentazo que los llene de cámaras si es que logran gol.
No; esa tarde René Higuita tomó el balón en su campo y fue avanzando, como el hombre que ante la poca resistencia sube la mano por la pierna de una mujer a la espera de ser detenido en algún instante. Siempre existió esa bella incertidumbre en aquella postal: Higuita avanzaba y Junior, aunque quería detenerlo –como la mujer al sentir la mano en la pierna, que va subiendo sin escalas–. Cuando se vio Higuita de frente con Lorenzo Carrabs, el portero uruguayo de los barranquilleros, ya todo era delirante en el Atanasio Girardot. Y a Higuita –si no me falla el recuerdo– lo derriban en el área. Y hay penal. Y lo cobra Higuita. Y vence a Carrabs. Y con ese gol gana Nacional aquel encuentro 1-0.
Hoy me sobran dedos de la mano si empiezo a citar personas que se acuerden de eso. A veces pienso que soy yo, mintiéndome a mí mismo y mintiéndoles a los demás. Que de pronto es una extraña lisergia generada en mi calvo cráneo sin ninguna razón distinta a la de mitificar un tipo que honró siempre al fútbol hasta cuando hacía marrulla y se demoraba haciéndose el herido cuando los codos que se blandían como machetes en un campo de fútbol colombiano en la década del ochenta, lo rozaban sin hacerle daño.
Un día llegando al Estadio Olaya Herrera lo perseguí desde que el bus llegó al estadio (jugaba para el Bajo Cauca y venía a disputar un choque de la B contra Chicó) y me dio por preguntarle sobre cómo había estado el viaje. Me dijo que se habían echado como nueve horas en bus, que estiraron las piernas en algún Parador Rojo en la carretera y que jugaban y se devolvían de nuevo en bus. Pero a pesar del cansancio, salió a jugar sonriente, consciente de que no se puede ser leyenda si no hay mística y amor por lo que hacía.
En la Copa América de Chile hablamos y volvió a insistir sobre su famosa cruz llamada Roger Milla: habría hecho lo mismo sin importar las consecuencias. Eso era Higuita –que el sábado cumplió 50 años–: un altísimo riesgo que cualquiera quería correr. Siempre.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.