La semana pasada un nuevo hecho de violencia contra un animal sacudió las redes sociales. Un médico de profesión mató a patadas a Blair, una perrita yorkie (la raza importa en este caso), en el norte de Bogotá. El ‘canicidio’ ocurrió luego de que la perrita, asustada por ladridos, según versiones iniciales, mordió en la pierna al hijo del servidor de la salud.
El rasguño fue tan superficial, según la fotografía, como la reflexión del hombre antes de actuar como un demente. Su violencia no se desató en el momento: el iracundo, cobarde, salió en la noche a matar. La perrita, que cabría entre mis manos, quedó tendida en el piso y el hombre, vengado, se marchó probablemente con la satisfacción de quien cree haber hecho justicia.
La ira colectiva en redes no se hizo esperar. Llamados a vengar la muerte de Blair iban y venían, mientras algunos agudos analistas, quizás de los mismos que culpan a las víctimas de violación por “provocadoras”, responsabilizaron del hecho a la propietaria de la perrita por no llevarla con bozal. Yo también me sumé a la circulación de la fotografía y la denuncia del padre irascible, como quien circula un ‘se busca’. Alguien que reacciona con tal desmesura a un accidente menor y arremete contra la vida de un ser pequeño y frágil no es de fiar. Según bastantes estudios, quien agrede a un animal tiene mayor probabilidad de agredir a mujeres y niños.
Sin embargo, aunque comprendo las reacciones doloridas y siento rabia por esta muerte cruel y las de decenas de animales por causas similares, no me sumo a los llamados a ajusticiar con violencia la violencia.
No porque tenga una fe inquebrantable en la justicia (de hecho, dudo que actúe) y ciertamente creo que al miserable asesino de Blair debería castigársele duramente por su delito. Es porque considero que al reaccionar de este modo, quienes luchamos para que los animales sean considerados sujetos de protección especial corremos riesgos que podríamos pagar a un alto costo. Por ejemplo, desvirtuar el ideario de la no violencia que nos rige y suscitar antipatía por la causa de los derechos de los animales.
Pero más reprochable aún sería reducir las posibilidades de lograr una sanción por comportarnos de manera torpe y ofuscada en el manejo de la información, o terminar convirtiendo en víctima al victimario al permitir que nuestra ira supere la del “doctor”. Al tipo le asignaron seguridad por las amenazas recibidas a través de redes sociales.
Quienes abogamos por la ampliación de derechos e intentamos transformar en inclusión el desprecio a otros (diferentes en especie, género, credo o color de piel), tenemos el reto de apaciguar la ira que suscita permanentemente la injusticia. No podemos caer en la trampa de comportarnos como los atarvanes que pisotean a los demás y sí, en cambio, el deber de reconducir nuestra indignación en acciones que incidan positivamente en las causas que nos mueven. Si nuestra furia supera a la del que “de rabia mató a la perra”, perderemos de vista lo importante.
El hombre, colérico y vengativo, desató una violencia en espiral. No le sigamos el juego y exijamos que la justicia opere.
Sanado el rasguño, el hijo del asesino de Blair tendrá que tramitar otro dolor.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.