Por Nicolás Samper C.
Trato de hacer que la mente recuerde partidos inolvidables pero no puedo. Intento llevar hacia la mente la evocación de 90 minutos inolvidables y me cuesta trabajo. Eso pasa cuando lo artesanal se vuelve industrial, como la Eurocopa. Antes era mejor verse este torneo que un Mundial de fútbol. Repito, antes.
No sé si –hasta antes de la final, esta columna se entrega sin conocer quién será el nuevo campeón europeo por motivos de cierre editorial– haya un momento de esos que queden grabados en esta Euro. De pronto el triunfo de Islandia ante los ingleses, creo yo. O el gol de Shaqiri. Pero no mucho más que eso y es triste porque cada Eurocopa guardaba ese sellito especial que la hacía inolvidable. Entonces uno se acuerda, por decir algo, del gol genial de Davor Suker en la Euro de 1996 frente a Dinamarca y hoy la memoria no trae jugadas similares en la edición de este año.
Tampoco el gol de Gascoigne frente a los escoceses, también en 1996, o el partido salvaje que se echaron portugueses e ingleses en la Euro del 2000, el día famoso en el que Luis Figo hizo creer que Portugal en realidad no estaba diseñado para perder siempre y que ese día empezaba a revertir esa triste historia de melancolía con la que este fútbol cargó desde siempre.
No hubo hazañas como las de los daneses en el 92. Recordemos que Dinamarca había tenido una muy mala Euro en 1988 y que para la del 92 no le alcanzó ni siquiera para clasificarse, pero terminó ingresando de rebote por cuenta de la expulsión de Yugoslavia, dado el comienzo de la guerra de los Balcanes. Fue el torneo en el que Peter Schmeichel se transformó en el número uno del mundo.
Menos, mucho menos, podría uno pensar en la historia de Whelan, aquel irlandés que marcó un gol inolvidable en la historia de la Euro y ante Rinat Dasaev, el invencible muro soviético bajo los tres palos. Uno ve ese gol y de verdad que provoca de inmediato lágrimas de emoción. Terminó injustamente opacado por el de Van Basten en la final de ese campeonato, pero es un gol de esos top en la historia
No hubo en esta Euro un partido de la talla de República Checa-Holanda del 2004, por ejemplo. O de la talla del Inglaterra-Alemania de 1996. Tampoco como el España-Dinamarca del 88 y un España-Yugoslavia como el de la Euro 2000.
Todo fue repartición de bodrios, grupos disparejos –en perjuicio de los débiles, cómo no–, miedo al extremo incluso de los grandes para arriesgar más y la necesidad francesa de alcanzar la final a costa de lo que fuere, generalmente guiada por Griezmann, para poder dar la vuelta olímpica y no mucho más. Los 24 equipos –antes eran 16– acabaron con la posibilidad de observar juegos interesantes y zonas parejas.
En la próxima edición, que tendrá 19 sedes y que será una cosa rarísima, me retiraré de la Euro. Dañaron el único buen campeonato que existía.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.