De uno a uno han ido cayendo: Sebastián de Belalcázar, Simón Bolívar, Gonzalo Jiménez de Quesada, Antonio Nariño e incluso Diego de Ospina y Medinilla, esclavista nefasto nacido en 1567, quien según he podido comprobar por mis ocios genealógicos, para deshonra personal, está emparentadísimo con ‘este inmodesto servidor’. La lista sigue. De un lado suena reivindicativo. El discurrir nacional desde la Conquista se parece a un historial de atropellos con víctimas y verdugos identificables a quienes provoca resucitar para juzgarlos como es debido. Los días en curso son lo más cercano que, descontado el 9 de abril, ha habido a un despertar, cristalizado en el hecho de observar a tantos levantando la frente por vez primera para señalar infamias centenarias.
PUBLICIDAD
De ahí que varios anden empeñados en revaluar el renombre y los laureles con que la oficialidad ha cubierto a ciertos presuntos héroes. El ánimo revisionista se manifiesta en el derribo sistemático de seres a quienes antes la memoria —o la desmemoria— nacional elevó a prohombres. Quien ahora escribe, lo confieso, ha sido partidario —no sé si loable o condenablemente— de las innumerables ‘intervenciones’ llevadas a cabo a los diversos bustos desperdigados por el país en honor a Laureano Gómez. En particular cuando los visten con calzones o brasieres, aunque no, bueno es aclararlo, cuando le ponen petardos. También he disfrutado culposamente de los cuantiosos reproches levantados en referencia al mencionado Belalcázar y a otros cultores consumados del abuso y la infamia. De hecho contemplé con algo de morbo, para qué negarlo, el desplome, ya acontecido en dos o tres oportunidades, del fundador de Cali, y la posterior ubicación de una cabra en el sitio que antes el ibérico ocupaba.
Pero lo opuesto me sucedió, por ejemplo, con Jiménez de Quesada y la escultura de la Plazoleta del Rosario o con la de Antonio Nariño en tierras del departamento que hoy lleva ese apellido. En cuanto a la primera, porque no encuentro al representado tan antipático ni criminal y porque tampoco veo nexo evidente ninguno entre aquellas comunidades que gestionaron el atentado y el fundador de “la muy noble y muy leal”. La segunda porque, según aprendí con Luis Fernando Montoya en ‘Crónicas de una generación trágica’, se trató de uno de los más decididos luchadores por la libertad en territorio neogranadino y de alguien que, cual si eso no bastara, anduvo media vida en mazmorras por esa causa.
Duele pensar que muchas de las piezas escultóricas aquí reseñadas son fruto del talento de maestros artistas a quienes en ningún modo les cabe penalidad por el hecho de generar representaciones de los individuos en mención. Los acontecimientos, acontecimientos son. Dinamitarlos es imposible. No toda escultura constituye en sí misma un homenaje o una exaltación. Sólo un testimonio, que incluso a veces permanece como emblema de aquello que no debemos repetir. Así pues, más allá de las eternas polémicas en relación con qué resultaría correcto o condenable hacer a tal respecto, es de celebrar que estemos volviendo nuestra mirada hacia aquella versión de los sucesos que en un momento nos fue relatada como verdad. Y, sobre todo, que aquellas figuras intocables y solemnes que hasta hace meses no eran más que paisaje olvidado hoy se tornen protagonistas, aun cuando sea para bañarlas de repudio.