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Bogotá sin artesanías


(Por Andrés Ospina)

Dicen los ingenuos que Google tiene todas las respuestas. Para comprobarlo, quise preguntarle algo simple: “¿cuáles son las artesanías típicas de Bogotá?”. No vaya a ser que algún turista ‘corchador’ termine forzándome a admitirme ignorante. Después de indagar un rato los resultados se reducen a uno solo, proveniente de www.travelreport.mx, web consagrada a compartir experiencias de viaje. ‘Diez artesanías de Bogotá que harán que gastes mucho’, declara el titular, consumista y desinformado.

Dicho listado incluye en primer término los chinchorros bordados de la etnia Wayuu, piezas magistrales de la manufactura nacional que todos quisiéramos en nuestros domicilios, aunque, sin el ánimo de sonar chovinistas, poco relacionadas con la capital colombiana. De segundos están los autobuses tipo chiva: más paisas, huilenses, costeños e incluso vallecaucanos que bogotanos. La tercera casilla es ocupada por las mochilas, también Wayuus y guajiras, dignas de ser adquiridas y coleccionadas, pero en ningún modo ‘santafereñas’. Y la cuarta posición les corresponde a los sombreros vueltiaos: nacionalistas y caribeños, pese a que carecen de vínculo directo alguno con la ciudad, más allá de aquella impuesta por ciertos aprovechamientos políticos y por el ya caduco ‘tropipop’.

Me cuestiono, entonces, si acaso a los productores de ‘souvenirs’ domiciliados en Bogotá no les convendría una inmersión más juiciosa en la cultura local. La ausencia de iconografía propia incide de manera negativa en esa ya escasa autoestima de nuestro pueblo. Como contrapeso, aventuraré una enunciación breve de ciertas cosas que imagino ameritarían un sitial en vitrinas de ferias, mercados de pulgas y demás expendios de las mercancías en mención.

Quienes hayan visitado los palacios de yeso situados en la calle 53 lo sabrán: fácil es tropezarse allí con reproducciones de la venus de Milo o del Moisés de Miguel Ángel. ¿Por qué no hacer lo mismo con nuestra Rebeca, tan cercana a los ideales estéticos helénicos y romanos, pero con el atractivo adicional de pertenecernos? ¿Qué decir de un edificio Colpatria en miniatura, a la manera de los Empire State Buildings que pululan en predios neoyorquinos? ¿O qué tal producir modelos a escala de la Catedral Primada, así como en Londres los venden de la Abadía de Westminster? ¡Cuánto no daríamos muchos por un rompecabezas del Capitolio Nacional, parecido a los que en Moscú abundan del Kremlin! ¿O por qué no valernos de la fauna distrital y así transformar al oso de anteojos de los páramos en el primo latinoamericano de su homólogo berlinés, o al bogotanísimo copetón en nuestra ave insignia?

Lo anterior para no incurrir en el cliché subexplotado de Monserrate y Guadalupe, motivos que, bien manejados, podrían alcanzar entre los piadosos un ‘status’ similar al del Corcovado ‘brasileiro’. O de eventuales réplicas del Florero de Llorente, emblema fundacional de este fallido proyecto de nación, tal como ocurre con los llaveros que en Roma ofrecen de Rómulo y Remo, estandartes de la ‘italianidad’. Mal haríamos en no reseñar el potencial de figuras entrañables como Don Chinche o Nerón Navarrete, para hacer marionetas a lo Chaplin —o a lo Duque—. O de la balsa muisca que adorna libros de arte precolombino, cual si fuese nuestro Titanic. Por desgracia resulta en demasía complejo, si no imposible, hacerse a cualquiera de las ensoñaciones artesanales antes enunciadas, que por escasas o inexistentes suenan utópicas. Consecuencias de habitar un entorno propenso a la desmemoria y a pisotear los contadísimos referentes disponibles. Hasta un próximo martes.

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