La ciénaga de Santa Marta en Colombia es una extensión de manglar llena de aves y peces que hacen del espacio un remanso de paz difícil de olvidar y que paradójicamente ha quedado al margen de las grandes rutas turísticas que atraviesan la región caribe.
De origen geológico, es parte del río magdalena, el más grande de Colombia, y da sostenibilidad a mas de 300.000 personas por los servicios ecosistémicos que presta el manglar.
Hoy en día es un sistema que lucha por sostenerse debido a los diferentes problemas generados por las afectaciones ambientales, humanas y naturales.
En los años 50, se construyó una carretera que comunica dos ciudades, Santa Marta y Barranquilla, la obra tapó toda la comunicación que había entre el estuario y el mar y generó un desastre hídrico del ecosistema.
«No entraba el agua dulce por lo que se empezó a salinizar y comenzó una muerte de aproximadamente el 50 % del bosque de manglar, esa pérdida fue el principal impacto sobre el ambiente», afirmó a Efe el coordinador de programas de investigación de recursos marinos de la ONG Instituto de Investigaciones Marinas (Invemar), Mario Ruedas.
La principal ocupación de la zona es la pesca artesanal o de pequeña escala. Ahora trabajan en la ciénaga unos 4.500 pescadores con una producción anual de aproximadamente 5.000 toneladas, trabajo que ha disminuido para que no se pierdan las especies que viven en la ciénaga.
Por otro lado, para que las comunidades no dejen la zona, como pasó en los 90 por causa de la guerrilla hoy desmovilizada de las Farc, las autoridades están implantando otras forma de sustento como el aviturismo.
OTRA FORMA DE VIDA
En la ciénaga viven las comunidades palafíticas, en casas generalmente de madera sustentadas en el agua y distribuidas en tres pueblos: Nueva Venecia, Trojas de Cataca y Buenavista.
El olor de agua dulce junto con el silencio se rompen cuando el turista pasa por Caño Grande y llega a Buenavista, donde las casas, algunas de tonalidades llamativas y otras donde la humedad se ha comido el color de la madera, hacen del sitio un lugar único y en el que sus gentes reciben a los pocos turistas que llegan con lo poco que tienen.
Allí vive Nabil Rentería, de 36 años. Nació en la cercana y también caribeña Barranquilla, aunque sus raíces son de Buenavista, donde nacieron sus padres.
Hace tres años su padre falleció, dice que de una enfermedad «que prefiere no recordar», una semana después del entierro cogió maletas y decidió volver al pueblo de sus orígenes para asentarse en otra forma de vida y «seguir el rumbo que hacía tiempo no encontraba».
Nabil se puso a trabajar en la pesca y un año después gracias al proyecto local de desarrollo sostenible y gobernanza para la paz financiado por la Unión Europea con el apoyo de Invemar, consiguió ser el informador local de aviturismo.
«Este proyecto es diferente, hemos visto un cambio bastante importante, nunca imaginé ser el informador local, los proyectos que aquí llegaban duraban tres meses y la comunidad no tenía ninguna esperanza con lo que se hacía» dijo.