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Cementerio Central

Solo dimensioné lo que implicaba morir cuando el destino me obligó a sostener una de las manijas del ataúd de mi difunto amigo Fabián Bernal en su tránsito definitivo. Lo conocí desde primero de primaria.

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Debíamos tener 23 cuando se marchó. Padecía de diabetes. Era porfiado y –en contra de advertencias médicas– pantagruélico bebedor. Coleccionista de rock & roll. Promisorio estudiante de arquitectura.

Nunca supe si él se suponía inmortal o si sus bebetas eran deliberadas intentonas de autoeliminación. Un día de 1998, tras copiosa ingesta etílica, entró en coma diabético. Bastaron horas para que tan dulce signo ortográfico terminara convertido en punto final. El cofre pesaba mucho.

Intenté no mirarlo, pero alguien descorrió la ventanilla del sarcófago para verle el rostro inexpresivo. La imagen se me quedó fija. Lo paradójico del episodio fue que la suerte escogiera como su habitáculo final un predio cercano al colegio en el que ambos estudiamos y al que detestábamos por igual. Lo enterraron en un impersonal parque-cementerio de la Autopista Norte.

Desde entonces no dejo de extrañarlo y de preguntarme en dónde serán depositados mis restos cuando Cronos venga por mí, para llevarse mi espíritu a donde Fabián, mi gatico Fénix, mis parientes y mis otros muertos deben estar.

Cada vez que puedo lo digo: al morir quiero ‘vivir’ en el Cementerio Central, necrópolis privilegiada, ubicada en céntricos y cachaquísimos predios, con elegantes mausoleos, vegetación abundante y corredores bicentenarios, resguardados por un dios malévolo esculpido por Julián Lombana, con aspecto de gárgola, que desde la cúspide del portón principal empuña su hoz para invitarnos a entrar.

Gracias a su erección, los bogotanos abandonaron la escabrosa costumbre de depositar a sus cadáveres en iglesias y solares de casas.

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Me complacería descansar en un suntuoso sepulcro, o cuanto menos en una tumba ordinaria de este heterogéneo club social. Contribuir en cuerpo propio a la revitalización de nuestro centro, con Monserrate de fondo.

Me honraría ser vecino de José Asunción y Elvira Silva, y develar el enigma acerca de su presunto incesto. Me tranquilizaría confrontar datos con José Joaquín Ximénez, de quien soy mentiroso biógrafo.

Interrogaría a Juan Roa Sierra, cuyo cuerpo ensangrentado fue descubierto en uno de sus pabellones por Felipe González Toledo y Manuel H., y luego depositado en fosa marcada con el número 28. Entablaría tertulias con Germán Arciniegas, Rafael Pombo, José Joaquín Casas y los simpáticos hermanos De Greiff. “¡Juego mi vida! ¡Cambio mi vida!”.

Provocaría las conciencias ultraconservadoras de don Laureano y don Álvaro Gómez. Llevaría juguetes a las niñas Bodmer. Le preguntaría a herr Leo Kopp (cervecero y fantasma benefactor de la clase obrera) qué tanto le piden. A Ricardo Rendón por qué decidió dispararse. A Oreste Sindici, qué se siente haber escrito el “segundo mejor himno nacional” del orbe.

Hablaría de leguleyadas con Santander. De comunismo, con Gilberto Viera White. De urbanismo, con Nemesio Camacho. Y de ineptitudes, con varios políticos allí inhumados.

Todos ellos moran ahí, entre mármoles, olvidos, astromelias marchitas y madrugadas gélidas.

Cobijados por la misma promesa: “EXPECTAMVS RESVRECTIONEN MORTVORVM”. Allá quiero parar cuando me vaya. El miedo a marcharme se me adormece al imaginarlo.

Por: Andrés Ospina, escritor y realizador de radio/ @elblogotazo.

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