Como parte de las ‘Experiencias Corona’ llegamos a la tierra de la carne oreada, la pepitoria, el aguacate con panela rallada y la arepa de maíz choclo, a donde no solo llegan quienes buscan estos manjares. Aventureros de todas las edades pisan Bucaramanga con la promesa de encontrar las actividades que hacen que el corazón palpite con más fuerza mientras el cañón del Chicamocha reposa en el paisaje.
En Bucaramanga, desde la región de Floridablanca hay un plan que se puede realizar en grupos entre dos y seis personas. Este consiste en tomar un vuelo en helicóptero, que recorre Bucaramanga con destino al cañón del Chicamocha. Este impresionante accidente geográfico fue nombrado así por sus residentes originales, los indígenas guane. Chicamocha, para ellos, significa «hilos de plata en noche de luna llena» en lengua quechua, por el brillo nocturno que baña río en las noches despejadas. Este plan tiene un costo que comienza desde los 1.3 millones, aproximadamente, y varias empresas lo ofrecen. El sobrevuelo se debe hacer entre las 10 de la mañana y las cuatro de la tarde, y dura alrededor de 20 minutos en los que se puede ver la cascada del Salto del duende desde los aires.
Saliendo de Bucaramanga, otro día vale la pena hacer varias paradas de camino a la Mesa de los Santos para llegar a San Gil. En esta región cafetera hay al menos 150 especies de aves que los locales reconocen orgullosamente, y con las que nombran sus tipos de café, conocido por su cuerpo y aroma con notas cítricas y frutales. Para acompañar el tinto, están las famosas arepas del Mercado campesino de La Mesa. Con recelo, las cocineras nos revelan que para lograr una arepa de choclo perfecta se mezcla una libra de azúcar por cada seis de mazorca.
Con el estómago lleno, luego de un breve reposo, se llega por carretera al Teleférico que conecta las estaciones de entrada de Panachi (Parque Nacional del Chicamocha) pasando sobre los 6.3 kilómetros de ancho del Cañón del Chicamocha. El recorrido es silencioso y los turistas aprovechan para tomar sus mejores fotos del río. Cada cabina tiene espacio para ocho personas, y las entradas se deben adquirir con anticipación teniendo en cuenta que hay horas de salida específicas. La entrada al parque y el teleférico tienen un valor de 50.000 pesos por adulto y 32.000 por niño.
Una vez allí, una de las actividades más populares es subir a conocer el Monumento a la Santandereanidad, inmensa escultura de 20 metros de largo, y pasar al Columpio extremo. Tal como su nombre lo indica, no se recomienda para personas con problemas cardiacos o mujeres en estado de embarazo. Este consiste en un columpio metálico que se alza al 15 metros por encima del suelo para luego ser liberado al vacío. La impresión de ver el cañón de frente, y a esa altura, es un gran favorito de los turistas, que repiten la actividad varias veces entre gritos de emoción.
Para disfrutar la vista con un poco más de calma, pero desde las alturas, está el cablevuelo. Este consiste en un arnés que se mueve hacia atrás desde un punto de la montaña a otro en un trayecto que dura algunos minutos. Al llegar a su parte alta, un operario recibe a quien llega para acomodarlo, y soltarlo al vacío en un divertido lanzamiento que dura apenas 30 segundos, culminando en el punto de origen. No se recomienda llevar celulares en este trayecto, pero el parque ofrece el servicio de fotografía. Para culminar el paseo en Panachi hay que ajustarse los cascos y el cinturón para pasear en carritos buggies, que pueden manejarse por una destapada llena de curvas en la montaña.
El tercer día es perfecto para conocer San Gil en su faceta «solo para valientes». La ropa debe ser cómoda, ojalá de materiales aptos para el agua al igual que los zapatos. En el Parque El Gallineral, cuyos árboles se roban todas las miradas, se llega al río Fonce, cuyo caudal anuncia la aventura. Luego de una breve instrucción es hora de ponerse el chaleco flotador, el caso, y no soltar los remos para que el rafting (o canotaje) sea todo un éxito. Esta actividad consiste en remar en balsa inflable sobre las feroces olas del río, que alcanzan los dos metros, sorteando la posibilidad de caer al agua (altamente probable). Luego de la emoción de haber pasado lo más difícil, se llega a una zona más tranquila, donde el río murmulla con más suavidad y el aire cálido seca las ropas. Esta actividad, que dura alrededor de dos horas, es preferible para quienes sepan nadar bien, y siempre se deben seguir al pie de la letra las indicaciones del guía.
Luego de esta sacudida hay otra actividad a pocos minutos de allí pensada para quienes no le temen a las alturas en el Parque de Cuerdas, donde se completa un circuito de entre una y tres horas de puentes colgantes, escaleras y «telarañas» a varios metros de altura, que culminan en torrentismo bajando la montaña.
El último día se puede dedicar para viajar a Barichara, el «pueblo de los picapedreros», conocido así por la habilidad de su gente para esculpir piedra. Esta era «la tierra de descanso», según los Guane, y la ausencia de bares y ruido invita a caminar con calma para apreciar las artesanías entre las coloridas fachadas y calles empinadas, donde, de fondo, las montañas siguen asomándose altivas.