Esta semana volví a una sala de cine después de un poco más de 15 meses. Fue a la una de la tarde, en la sala 7 de uno de los Múltiplex de Cinecolombia. Me vi El padre (The Father), una película británica que le dio este año el premio Óscar a Anthony Hopkins como mejor actor. Sin duda una joya que vale la pena ver en pantalla grande. Volver a una sala de cine me reafirmó que por muchas plataformas de streaming que existan o por muchos avances tecnológicos que surjan para tener pantallas cada vez más sofisticadas, lejos están esas herramientas de llevarnos a vivir la experiencia que se vive cuando se está en una sala de cine. Entre las muchas cosas que nos está enseñando la pandemia es a valorar más las experiencias que teníamos en lo que llamábamos cotidianidad y que ahora es una novedad en medio de las restricciones y nuestras rutinas.
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Volver al cine me hizo recordar la primera vez que estuve en una sala de cine. Crecí en Junín, un pueblo del Guavio en Cundinamarca, en el que lo más cercano a la experiencia de entrar a una sala de cine era cuando nos reuníamos varios niños a ver alguna película en un pequeño televisor que tenía la Alcaldía en el salón comunal. Fue a los 10 años cuando, en Bogotá, pude entrar a una sala de cine. Puedo resumir en que todo fue mágico. No lo digo solo por la edad que tenía, que me llevó a sorprenderme con los sonidos estruendosos y con las imágenes de gran tamaño, era también la magia por el ritual que se daba frente a la pantalla, por las reacciones, por el ambiente.
Ir a cine es una experiencia que supera los avances tecnológicos o los cambios sociales. Si bien cada vez hay más posibilidades de innovar desde lo técnico, resulta imposible negar que lo más importante sigue siendo cómo decenas, a veces cientos o miles de desconocidos se reúnen para divertirse, reflexionar, aprender y admirar el trabajo de actores, guionistas y directores que hacen posible que las imágenes en movimiento entren en nuestras mentes y nos cambien.
Esa primera vez que estuve en una sala de cine fue con mi papá. Lo recuerdo muy emocionado por saber qué pensaría al salir. Es curioso que más de 20 años después, cuando la nostalgia por no haber podido regresar a una sala de cine me acompañó por meses, haya regresado a ver una película que me hace pensar en mi padre, en mí y en cómo el envejecer también trae la oportunidad de entendernos. No podemos detener el tiempo, tampoco podemos evitar que nuestra mente sea muy distinta a la de nuestros años más lúcidos. Ni qué decir de la enfermedad. El miedo a morir o enfermar no detendrá lo inevitable. Lo que sí podemos es aprovechar el tiempo con experiencias que nos ayuden a sentirnos bien. En mi caso, el volver a una sala de cine le da mucho sentido a mi existencia. Me ayuda en mi proceso por ser un poco menos ignorante sobre el mundo, pero también me permite reflexionar y soñar.
Si debo escribir algo de la película, diría que Anthony Hopkins y Olivia Colman nos transportan al lugar que nos deberían transportar todas las películas: a entender nuestras vidas a través de historias y personajes. Y eso solo se logra con el talento de poder interpretar a seres complejos, frágiles y tan cercanos a lo que somos. Vale la pena ver El padre y vale la pena volver al cine.