Columnas

La mosca 19

La urgencia, adobada de insensatez, suele arrinconar a lo importante. Tal premisa suele aplicarse con inveterada costumbre en la política, esto es en la dirección de los asuntos del Estado, de cualquiera que sea. Y un aspecto invariable en el que ello se cumple es en el terrorismo. Como lo señala el brillante historiador y escritor israelí Yuval Noah Harari (autor de la impactante serie que comenzó con “Sapiens”), el terrorismo tiene la particularidad de ser ejecutado por enemigos tan débiles – frente a otros poderosos – que su única forma de ataque es esa, expandir miedo, con la convicción de que el daño real infligido es mínimo, pero eso no es lo relevante. El terrorista lo que persigue es la desmesurada e irascible reacción del atacado y pone Yuval un símil: el terrorista es como la mosca que logra destruir una cristalería. ¿Cómo podría hacerlo en su minúsculo tamaño? Busca un toro, se introduce en una de sus orejas y el furioso bovino, incapaz de identificar la molestia y de contenerla, se irrita tanto que acaba con el lugar.

Tras el 11-S de Bin Laden contra las Torres Gemelas y otros objetivos dentro de Estados Unidos en 2001, la reacción del atacado fue tal cual: destruyó Iraq, Afganistán y Libia, y traumatizó de tal manera a todo Oriente Medio que hoy Siria no solo es un gris y sangriento recuerdo de Nación, sino también un brutal campo experimental de guerra montado por Rusia. Eso sí, la mosca (Bin Laden) fue eliminada después en medio del monumental desastre dejado al paso del toro yanqui.

Y así íbamos cuando en noviembre de 2019, de un atestado mercado de especies animales exóticas de una de 22 provincias de China, Hubei, se comenzó a esparcir la 7ª cepa de los llamados coronavirus, todas relacionadas con enfermedades respiratorias en humanos. Apenas cuatro meses después, el planeta casi todo está de rodillas ante ese microscópico terrorista; con excepción de pobrísimos países africanos que hace siglos padecen males mucho más terribles, y Rusia y Corea del Norte cuyas cifras reales quizá nunca sepamos, el resto de la Tierra se ha inclinado con reverencia y absurdo pánico ante esos 120 nm (nanómetro, la millonésima parte de un milímetro), que es lo que mide el señor alias Covid-19.

Poderosos líderes mundiales, que solían mostrarse adustos, dignos y enhiestos diseñando políticas económicas o firmando tratados nucleares, hoy agachan la cabeza ante esos 120 nm y se ven forzados a someter a sus otrora orgullosos países a draconianas cuarentenas, cierres de aeropuertos, fronteras y países enteros, y aprueban gigantescos salvamentos económicos – en cuestión de días u horas – por cifras de larguísimos ceros que, en otras circunstancias, hubiesen requerido complicadas sesiones políticas y quizá nula aprobación.

En el mundo mueren por enfermedades o accidentes, anualmente, unos 56 millones de personas (154 mil cada día / más de 12 mil en las dos horas que me ocupó este escrito): por cardiopatía isquémica y accidente cerebrovascular sepultamos anualmente 15,2 millones de humanos; EPOC 3 millones; cáncer de pulmón, tráquea y bronquios 1,7 millones; por diabetes 1,6 millones, por infecciones de vías respiratorias 3 millones; enfermedades diarreicas 1,4 millones; tuberculosis 1,3 millones; VIH/sida 1,1 millones. Y por accidentes de tránsito – evitables la inmensa mayoría – mueren 1,4 millones de seres humanos al año en el planeta, más de 3.800 funerales por día; pese a esa alta mortandad y al hecho probado de que conducir es un acto de muy alto riesgo, a nadie se le ocurre que dejemos de hacerlo o cerrar carreteras o ciudades para evitar que nos sigamos matando a bordo de un auto. (Fuente: OMS, datos 2016).

Y al lado de este jamás visto despliegue global sanitario, político, policivo y económico para enfrentar al Covid-19, la malaria o paludismo sigue haciendo de la suyas: en 2017 hubo 219 millones de casos de infecciones, con un estimado de entre 500 mil a 1 millón de muertes. Año tras año, el 92% de casos y 93% de muertes ocurren en Nigeria, Congo y Mozambique. ¡El 61% de fallecidos por paludismo son menores de 5 años! (Fuente: OMS).

La malaria es causada por el parásito Plasmodium a través de un visible bicho volador, el mosquito Anopheles (o doña Anopheles, pues es la hembra la portadora). Pero no es un problema global, no se le considera pandemia ni realmente importa al grueso del planeta pues su casi totalidad ocurre en el “mundo” africano. Por allá lejísimos de lo que a la gran geopolítica le atrae. Ni siquiera hay registros fiables de afectados pues casi todas las muertes ocurren en zonas donde ni siquiera se contabiliza a los nacidos, menos a los cadáveres; áreas sin acceso a atención médica y mayoría de muertes en casa. Y tampoco se sabe la mortalidad indirecta, pues la malaria agrava otras enfermedades. Allá por donde el Covid-19 tendrá una fuerte competencia pues ese territorio está dominado hace siglos por el Plasmodium y, en las últimas semanas, por la mayor plaga de langostas que podría matar de hambre en los próximos meses a 12 millones de personas en Etiopía, Somalia y Kenya. A 12 millones, la cuarta parte de la población de Colombia.

Dejemos África, eso no nos concierne. La mega urgencia del terror ahora – no lo importante – es Covid-19, el microscópico virus que irrita fuertemente los oídos de Trump, Merkel, Macron, Pedro Sánchez, del presidente italiano que nunca sabemos cómo se llama… Y del resto de los hasta hace poco altivos líderes que han sucumbido al pánico, arrastrados por una masa cuyo imaginario terrorífico es el de hordas de infectados transmutados en zombis que se acercan a devorar sus sesos.

En tiempos de transmisión inmediata de terabytes de información, el virus de corona ha encontrado un inesperado aliado emparentado gramaticalmente, casi hermano, para provocar aún más terror: la viralización digital de esos datos en centenares de millones de aparatos móviles, que recorren miles de kilómetros quizá más velozmente que la cepa china e incrustan con eficacia un profundo miedo en el consciente y subconsciente de la masa humana. Y les provoca tal temor que no solo aceptan dóciles que les limiten o eliminen sus derechos fundamentales y que se ponga en grave riesgo la economía, es decir sus propios empleos o sus empresas, sus ahorros y sus casas y sus carros, y los colegios de sus hijos, y se suspendan los viajes y las vacaciones, el fútbol, los Juegos Olímpicos y los conciertos. La vida misma. No solo ello. Imploran para que sus ahora temerosos líderes los encierren, declaren cuarentenas impensables jamás, cierren casi todos los servicios, sometan las ciudades a toques de queda solo vistos antes – en cortos períodos – bajo grave alteración de orden público o ley marcial. Y aplauden al gobernante que sea el primero en privarles de casi todos sus derechos, que aplaste más rápido el orden establecido, e insultan al que llaman cobarde por demorarse en la decisión.

Y menos les va a importar que decenas de miles de sus compatriotas se queden varados en lejanos aeropuertos, ciudades extrañas y centros vacacionales, ya cerrados. Allá ellos, quién los mandó a ir a divertirse o a visitar a sus familias mientras el virus se acercaba al lado de la parca con su traje negro y su guadaña acerada.

Los líderes, ahora más aterrados que sus gobernados, se cuidan de no proceder políticamente incorrectos. El pánico los ha forzado a reaccionar con inusitada insensatez al vaivén de la ola incontenible de la masa que les reclama medidas más radicales, no sea que esos 120 nm nos invadan con mayor virulencia que en este u otro país que ya lo padece. Reducir las libertades individuales o eliminarlas suele ser un mecanismo dictatorial para crear el espejismo del bien superior a cambio de esas restricciones. En alguna parte Albert Camus describió ese fenómeno en La Peste, en la ciudad de Orán. El absurdo del actual momento es que es la amorfa ciudadanía, y no bajo un terrible dictador, quien las exige a gritos de sus hasta hace poco demócratas líderes. Y estos asienten sumisos, no solo por el temor a la incorrección política sino también por la insondable vanidad de mostrarse como padres o madres protectores de la multitud absorta e histérica.

Y sí, los científicos también han caído presos del pánico (son humanos), y respaldan los confinamientos. E incluso algunos exigen más. Al fin y al cabo, ellos no son políticos ni economistas ni responden por las consecuencias imprevisibles de las radicales medidas draconianas.

Lo que no prevén o evitan pensar en ello los asustados líderes, es que esas mismas masas que hoy les aplauden sus medidas extremas y les exigieron aplicarles sin contemplación el látigo de la ley marcial, mañana cuando pase la pandemia de pánico o aún en medio de ella, les blandirán hachas y piedras exigiéndoles la recuperación de sus empleos, empresas, dinero y bienes, profundamente hundidos en el maremágnum de la histeria colectiva. Y el virus seguirá ahí, como tantos otros y sus primas las bacterias que nos acompañan y matan desde hace centurias.

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