Domingo, siete de la mañana. El viejo radio Sony de mi papá con sus bordes ya oxidados pero la voz impecable, robusta, saliendo de él. Mercedes Sosa cantando, profetizando, que ‘uno siempre se despide, insensiblemente, de las pequeñas cosas‘. En el televisor, el casco tricolor del novato Juan Pablo Montoya, rebasando y aguantando de forma épica a Michael Schumacher en Interlagos, antes de ser embestido torpemente por Jos Verstappen.
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Ya son casi 20 años de aquella mañana en la que nos aprendimos, con rabia y lágrimas, ese apellido villano: Verstappen. Montoya ya tiene canas y aunque el radio de mi viejo sigue sonando, comer Bonflan me causa algo de dolor de cabeza.
A pesar de la tusa que me causó el anunció (a mitad de temporada en 2006) que el bogotano cambiaba el monoplaza por el carro de Nascar, seguí allí. Ya nada era lo mismo, muchos se fueron pero yo seguí allí. No lograba despedirme, insensiblemente, de esas pequeñas cosas que quizá eran un puente en reversa a los años maravillosos de la infancia.
Y sí, hubo temporadas interesantes: la batalla entre el Ferrari de Massa y el Mclaren de Hamilton en 2008 hasta la última carrera; el duelo Alonso-Vettel cuatro años más tarde o la guerra civil entre plateados (Hamilton y Rosberg) en 2016. Sin embargo, nada era lo mismo. Nada era lo mismo hasta la llegada de Verstappen junior.
Max, el hijo de Jos. El mismo Jos que se llevó por delante a Montoya ese día y frustró lo que sería una memorable carrera. El mismo Max que a sus 22 años ha cosechado mucho más de lo que consiguió su padre en la máxima categoría del automovilismo mundial.
Verlo es un argumento para perdonar al apellido Verstappen. Básicamente porque verlo es ver a Montoya de nuevo: su rebeldía desde la inferioridad de la máquina compensada con talento y carácter. No en vano es el ganador más joven de una carrera de F1 y el más joven en correr oficialmente en esta categoría.
Este fin de semana volví a emocionarme. A sentarme en el borde de la cama. La carrera de Max Verstappen fue un grito de desafío con un tono similar al de Juan Pablo Montoya. Su celebración al romper la hegemonía de Mercedes me llevó a los años en los que era el colombiano quien tenía ese papel en el libreto de la F1. Arriesgado, rápido, duro en el mano a mano. Desafiante dentro y fuera de la pista. Valiente.
En la misma canción, dice Mercedes que uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas. Montoya no está, pero quien decida volver a darle una oportunidad a la Fórmula 1, encontrará a Max, quien aunque lleva la sangre de su padre holandés, tiene el espíritu del colombiano.