Resignado me senté en la silla de madera desde donde veía el patio de baldozas rojas, imaginando lo que oía en el viejo radio de la casa. Ya los corresponsales de cada plaza habían tomado posición y hablaban de la jornada que arrancaría a las 3:30 de la tarde. Parecía que, a pesar de mi insoportable insistencia de esa semana, mi papá todavía no me llevaría al estadio. Sería otro domingo de radio.
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‘¿No te vas a poner el uniforme del Tolima?’: me preguntó con el tono que usan solo aquellos que saben cómo va a terminar una conversación. En su mano izquierda, que es la más hábil, dos boletas para el partido de esa tarde ante América y un reloj que advertía que teníamos menos de una hora para llegar al estadio.
Justo antes de cerrar la puerta de la casa, mi mamá lo llamó y le dijo que el antojo era insoportable. Mi hermano en camino, desde la comodidad del vientre y todavía sin la pasión por estos colores que hoy lo desborda, le hacía pedir un salpicón con helado. Mi papá me tomó de la mano y corrió como nunca antes lo había visto por toda la carrera tercera. En tiempo récord compró el salpicón, lo llevó hasta la cama de mi madre y tomamos camino al Manuel Murillo Toro. Era mi primera vez.
Subimos las graderías en el momento en que Tolima saltó al campo. Esa escena de estar coronando los últimos escalones, cuando se abre el plano y se cambia el cemento por el verde inmenso del césped y la perfección geométrica de las líneas del campo y los arcos. La popular ruge en un carnaval de bombos y banderas que lanza al aire y al campo canciones de amor para el equipo, la tierra y la herencia.
Camiseta Cerveza Perla, pantaloneta vinotinto y medias amarillas hasta la rodilla. Yo vestía igual que algunos de mis ídolos, a quienes solo conocía por la radio. Mi mano, todavía más pequeña que la suya, se aferraba a mi padre. Mi héroe. Así debe verse, escucharse, sentirse la felicidad.
El equipo de Elson Becerra le dio un baile tremendo al América esa tarde. ‘La Brocha’ Vidal hizo tres goles y todo fue una fiesta inolvidable en la tribuna. Al salir, quedamos en medio de una batalla campal entre hinchadas en la que volaban piedras y palos de lado y lado. Mi papá, que ya había corrido bastante esa tarde, me quitó la camiseta y me la puso en la cara para que los gases lacrimógenos no me afectaran tanto, me cargó y empezó a buscar un escondite seguro.
Al volver a casa él estaba convencido que el susto me había quitado las ganas de volver al estadio. Yo estaba seguro que el sentimiento que había nacido en mi corazón ese día, no iba a desaparecer nunca.
En esa época mi viejo era menos futbolero que ahora. Lo hacía por mí. Lo entendí y lo valoré varios años después, cuando hice conciencia que esa secuencia de mi papá corriendo (para comprar las boletas, en busca del salpicón, tratando de llegar a tiempo al estadio y esquivando piedras) es una perfecta descripción de su amor por nosotros.
Hoy quisiera tener el poder de doblar las manecillas y viajar de nuevo a los años maravillosos en los que bastaba hacerle una pregunta, tomarlo de la mano, para resolver mi vida. Daría todo por detener la agobiante caída de arena en este reloj. Frenar este tren del tiempo. Para gobernar el espacio y que al abrir los ojos él estuviera hoy aquí, yo allá. Los dos en cualquier parte. En un estadio tomados de la mano, por ejemplo.
Julián Capera / @juliancaperab