La pandemia llegó sin avisar, como en la novela de Saramago. La nuestra, sin embargo, a pesar de su crudeza, dio tiempo a los mensajes esperanzadores de los filósofos modernos, sabios de redes sociales, que con un envidiable optimismo profetizaban que todo esto haría mejor al mundo. Qué saldríamos más maduros y más fuertes. Qué nuestro astigmatismo moral se reduciría y podríamos ver con claridad las cosas realmente importantes de la vida.
PUBLICIDAD
Tres meses después de aquel día en el que el semáforo no volvió a ponerse en verde y todo tomó el mismo color, muchas de las escenas de nuestra sociedad siguen teniendo el mismo tono de corrupción y egoísmo.
Y en el mundo del fútbol es igual. El sábado, la semifinal de la Coppa Italia, que tuvo al colombiano David Ospina como protagonista, terminó siendo el detonante para otra de las habituales batallas de sarcasmo, insultos y hasta amenazas en redes entre gente del mismo país.
Después del gol olímpico que le marcaron al Napoli se desató una avalancha de críticas contra el portero de la Selección. Muchas en español, muchas redactadas desde Colombia. Una descarga de veneno en la que es evidente que más allá de esa jugada, lo que realmente le estaban cobrando era haberse vestido de verde en el inicio de su carrera. Pecado mortal que ni siquiera sus decenas de voladas en el equipo nacional logran limpiar. Una auténtica locura.
Luego Ospina tuvo redención: sacó varias pelotas difíciles y puso un pase tremendo que terminó en el gol de la clasificación para su equipo. Turno para el otro bando. Aquellos que se habían sentido acorralados con el filo de cada carácter trinado, salieron a cobrar con la misma altura de los primeros: ninguna.
Aquí no hay argumentos, solo una camiseta que les tapa los ojos. Si el que juega pasó por el equipo del que son hinchas, es una especie de dios incuestionable. Si jugó en el rival solo podrá ser visto como una cometa elevada por entrenadores rosqueros y un aguacate, madurado a punta de periódico. Seguimos ciegos.
Y como la ceguera blanca ésta también se ha metido debajo de las puertas de madera fina, de los vidrios blindados de los carros que transportan el poder. La dirigencia de nuestro fútbol hoy ve menos que siempre. La pelotera es peor que nunca: todos llevan la misma bandera (la de salvar las 50.000 familias que viven del fútbol) pero no tienen ningún problema en clavar su asta en el corazón del balón que sigue desangrándose.
Sin embargo, aún en medio de las tinieblas a veces se dan pasos firmes y en la dirección correcta. El plazo dado a la dirigencia de Dimayor para traer el famoso dinero de la televisión internacional se cumplirá esta semana. Si no llega será un argumento más para el cambio de mando que hace rato luce tan necesario. Quizá, como al final de la novela de Saramago, la ceguera desaparezca y el fútbol pueda volver a mirar al frente. Veremos.