Estadio del Spartak, Moscú. Mundial de Rusia, 2018; octavos de final. Mateus Uribe lanza un obús en el minuto 91 del encuentro en el que Colombia pierde 1-0 ante Inglaterra y el arquero de la selección inglesa, Jordan Pickford, mete un manotazo increíble hasta la escuadra y dejó el gol en la G, apenas. Y el resto era frustración y nervio porque Colombia se iba a quedar por fuera. Por primera vez en el Mundial, en los puestos de transmisión de radio -que tienen espacio para dos o tres personas- estaba acompañado.
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Es que esta Copa del Mundo no tuve un partner al lado con el que uno, sin decirse nada, sabe lo que cada uno anda pensando por culpa de un gol perdido o una amonestación que se pudo evitar, como en la tribuna cuando nos topamos con alguien -amigo o desconocido- que va a lo mismo que nosotros, a sufrir y a ser feliz y con el que terminamos abrazados. Me enviaron a mí como único emisario del grupo de transmisión integrado por Antonio Casale, Martín De Francisco, Jorge Luis Balaguera, Cristian Solano y que tenía un integrante de lujo: Hernán Peláez Restrepo. No estaba solo porque imposible estar mejor acompañado. Pero digo que físicamente sí era el único soldado de esa tropa: Guillo Arango, que siempre estaba en nuestro combo había sido designado para transmitir con Paché Andrade.
Entonces durante los partidos el puesto de radio -que es una especie de atril o cubículo con capacidad para dos o tres personas- estaba ocupado únicamente por mí, siempre. Así fue en la derrota ante Japón en Saransk -aquel día de la roja de Sánchez, la mamoleada de Inui a nuestra defensa y la magia en el tiro libre de Quintero; en Kazán, el día del baile a Polonia, el día del gol que todos estábamos esperando que Falcao anotara desde el 2014 y también en Samara con Mina taladrando el arco de los senegaleses al minuto 74. Había que refunfuñar solo o gritar con los puños cerrados (y la boca también para no tirarse la transmisión) el gol salvador. Como habitualmente las distancias en radio con los compañeros de es de menos de treinta centímetros, hablar de tres metros ante el siguiente humano que sigue en la gradería, hacia la izquierda o la derecha, suena a mucho; y con mis compañeros de relato la distancia era de 10 mil kilómetros, más o menos.
Apenas daba para una levantada de cejas o un pulgar abajo correspondido con alguna jugada con los de Blu o con Guillo y Paché, que eran los menos lejanos en la tribuna de prensa. y obvio, todos con audífonos, lo que hace que esa distancia se multiplique mucho más.
Entonces el relato se devuelve a Moscú, al remate de Mateus, la atajada de Pickford y el córner. Por primera vez no estaba solo en mi puesto en 90 minutos: Marden Devia, que entró de últimas, no encontraba sitio en el estadio moscovita. Andaba dando vueltas, sin puesto fijo. Le dije que se ubicara a mi lado y que si venían los de la FIFA a revisar, ahí la piloteábamos de alguna forma. Llegó el cabezazo de Mina, el abrazo y la catarsis de grito eterno de gol con el gran Marden mientras que el equipo portátil de transmisión, el micrófono y los audífonos volaban por la noche despejada en el estadio del Spartak.
Ahora que pienso en que el fútbol algún día volverá y que de pronto habrá ciertas distancias entre todos por miedo a un contagio cuando regresemos a las tribunas, ese debió ser el último abrazo de gol agónico que me di con alguien en un estadio.
¿Con quién fue su último abrazo de gol agónico en una gradería? ¿En qué partido? Escríbame a @udsnoexisten y me cuenta.