Columnas

Lamentos de un ‘boquitapado’

No pretendo sonar desagradecido, frívolo, irresponsable ni negacionista. Pero, para serles franco y sin caer en malentendidos, estoy, como muchos, hastiado de tantas bioseguridades, protocolos y ‘nuevas normalidades’. De nada me ha valido el consuelo bobalicón aquel de que “de esto saldremos fortalecidos”. Si bien me cuento entre quienes han gozado hasta la fecha esta fortuna de no padecer, hasta donde sé, el virus en organismo propio y pese a que continúo resuelto a mantenerme obediente a toda indicación médica con respecto a asepsias y distancias, me admito agobiado. ¿Y de qué? Pues de los códigos QR en las cartas de restaurantes, de las restricciones de acceso en establecimientos comerciales, de saber la vida de incontables coterráneos y amigos semiparalizada, insolvente o sin esperanza y de algunas otras ‘inevitabilidades’ por causa del mal de estos días.

Pero, sobre todo y en primerísimo renglón, de traer siempre puesto este tapabocas que justo ahora, mientras trazo las presentes líneas, llevo conmigo. Ese adminículo de profilaxis que ciertos bacteriofóbicos están considerando convertir en permanente y que otros más ansiamos abolir de nuestras existencias pronto. El que, cual cinturón de seguridad, un montón de conciudadanos lleva sólo por apariencias y dejándose descubierta la nariz, costumbre que en términos pragmáticos es lo mismo que nada. Ese que —según mis teorías y de seguir por un año más— habrá de dejarnos la expresión eternamente aguileña y las orejas cual antenas parabólicas. Aquel que contamina y afea ríos y campos.

Aburrido ando de respirar mis propios vahos en formato CO2 y de inhalar vez tras vez aquello mismo que exhalo. También de tener que andar lavando a diario mi ajuar personal de mascarillas. Incluso de olvidarlos al salir de mi casa, estupidez que en más de una oportunidad me ha forzado a regresar refunfuñando por uno, cuando ya ando por la puerta del edificio. Y ni qué decir de la incomodidad resultante de la sensación de acaloramiento y asfixia que provoca caminar con esa suerte de prótesis contemporánea obstruyendo fosas y labios. Y en ocasiones, quizá como una modalidad desesperada de autoengaño o de evitar hundirme en los terrenos insondables de la amargura, me consagro al propósito de buscarle su lado positivo al pedazo de tela en mención.

Entonces intento encontrar posibles ventajas intrínsecas a los abominados tapabocas. Y comienzo a enunciarlas: ahorran sonrisas falsas. Permiten bostezar impunemente sin que tu interlocutor se percate siquiera de cuán extenuado estás de oírle sus peroratas. Enmascaran la halitosis. Disminuyen la preocupación por ortodoncias o problemáticas periodontales como el sarro o las manchas dentales. Los beneficios, en términos de funcionalidad social, resultan innumerables. Piensen ustedes en la comodidad de hablar solos mientras andamos por las calles sin dar a ningún transeúnte motivos para cuestionar nuestra cordura. Por demás, al menos en el caso de ‘este inmodesto servidor’, el ‘barbijo’’ reduce al menos en un 50% las preocupaciones debidas a la vanidad. Con medio rostro escondido la lista de potenciales motivos de inseguridad se reduce en forma dramática y eso es algo que en mi calidad de narciso inseguro debo abonarles. Evalúo luego si uno de los anteriores ítems compensa el padecimiento. Pero, aun sumado y evaluado lo anterior, termino por pensar lo que siempre he creído: preferibles los días cuando aunque en riesgo y sobreexpuestos podíamos vernos las caras completas y compartir el aire sin sofocos. Hasta un futuro martes.

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