El mundo discrimina al pesimista. Lo arrincona y lo equipara a un cuervo. Como si invocar las desgracias o ignorarlas alterara los acontecimientos. Como si el infortunio exigiera invitación. Como si considerar la eventualidad de una desdicha y prepararse con realismo para afrontarla equivaliera a ansiarla. Por demás, es costumbre tildar al pesimista de amargado, apreciación ligera e imprecisa. Hay, en contraste, un gusto indecible en refunfuñar que sólo experimenta el refunfuñón. Y, todavía mejor, una virtud excepcional entre quienes profesan el pesimismo con la debida mística. Los pesimistas son necesarios para la supervivencia de la especie en tanto la hacen de profetas siempre alertas para adelantarse a los más aterradores escenarios. Cual si eso no bastara: pocas presencias tan útiles como la de un pesimista con memoria y experiencia, nada distinto a la sumatoria de muchas restas y a la certeza basada en la convicción de que al mundo vinimos dimensionar la magnitud de nuestra insignificancia, casi siempre mediante la pedagogía del golpe.
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Los pesimistas suelen ser más razonables que el resto: conciben la resignación anticipada como vacuna contra las decepciones. Entienden que serenidad es el arte de evadir en forma satisfactoria esa eterna pregunta llamada futuro. Saben que lo irremediable sólo amerita despreocupación y que partir de la premisa de que nada merecemos hace todo más llevadero. Cualquier pesimismo bien fundamentado acarrea una conciencia de cuán ridículo e inútil es hacerle berrinches a la naturaleza. También una certeza permanente de que la suerte tiende a obrar más gentilmente con quienes desconfiamos de ella. De que si no podemos contra la desgracia, lo aconsejable es burlarnos de ella en la cara. De que el optimismo y el autoengaño comparten ADN. De que no hay error irrepetible. De que nuestras vidas se sostienen con esporádicos auspicios de la suerte y no siempre hay fondos con qué girar.
Se equivocan aquellos que suponen al pesimista desesperanzado. Basta con contemplar a un amargado riéndose con sinceridad, una de las escenas con mayor potencial para devolver a cualquier descreído la confianza en nuestra especie. Una cosa, después de todo, es desearle a alguien la mejor suerte y otra augurársela. Cualquiera que haya tenido un buen pesimista cerca y con la suficiente sensibilidad como para descifrarlo sabrá que el pesimismo no equivale en ningún modo a renunciar a los sueños. Ser pesimista es, más bien, aferrarse en silencio al espejismo de un constante y nunca confeso anhelo de que todo salga bien. A todo pesimista sensible la perspectiva de lo funesto lo llena de esperanza y lo reconforta. Además, un pesimista estructurado comprende que pronosticar catástrofes incrementa el prestigio y la atención ajena, aumenta las posibilidades de acertar y constituye una actividad rentable.
Abracemos, pues, hermanas, hermanos, el pesimismo. Asimilemos que a menores sueños más simples satisfacciones. Que mofarse de las desdichas siempre nos dará motivos de sobra para carcajearnos sin descanso. Que a veces basta con cambiar el género de la vida propia de drama a comedia basta para incrementar el rating. Que el destino tiene, como pocos factores, una vocación intrínseca de ironía. Que también, por qué no, se vale no soñar. Que para los ingenuos nada es imposible. Que en una eventual e inesperada victoria los pesimistas celebran el doble. Y que, sobre todo, son menos peligrosos los quejidos fundamentados de un pesimista que las esperanzas infundadas de un ingenuo.