Hay cosas que se pueden prever, como el estado del planeta. Nadie sabe con seguridad qué va a pasar con él, pero cada vez más personas descubren que lo estamos acabando y consideran que hay que hacer algo al respecto. Y aunque conocemos lo desordenados que somos los colombianos, nadie supo adelantarse al caos que se armó por la entrega masiva de unos peluches el pasado viernes en Bogotá. Una vez más subestimaron nuestra capacidad de destrucción.
La campaña de expectativa fue tan exitosa que en el evento hubo desmanes y, en medio de su sobreexcitación, los asistentes gritaron, reclamaron y se atropellaron, lo que llevó a la cancelación de la actividad y a las posteriores quejas de quienes llevaban más de cinco horas haciendo fila. Aunque lo de fila es un decir porque reportan que poco se respetó. ¿Ha visto usted las líneas que se arman en los almacenes de Apple cuando sale un nuevo iPhone? Toda esa gente ansiosa acampando desde días antes, lo que lleva a decir: “Parece que los estuvieran regalando”. Pues esta fue la versión peluche y colombiana del lanzamiento de un nuevo iPhone, y a diferencia de lo que pasa con los celulares, esta vez los muñecos sí los estaban regalando.
Es cierto que somos un país lleno de carencias, donde la gente no tiene qué comer y muchas veces quien trabaja no se puede comprar una prenda de ropa extra porque se descuadra, pero lo visto el viernes tiene que ver con otras cosas de nuestra cultura. Primero, que confundimos folclor con recocha, pero principalmente, que nos encantan las cosas regaladas, lo que nos lleva a tener esa actitud de miserable así tengamos dinero.
Nuestra pobreza es real, no un capricho. No somos pobres porque queramos. Muchas veces miramos la cuenta de ahorros, si es que tenemos, y nos angustiamos calculando para cuánto tiempo va a alcanzar esa plata, y en ocasiones deseamos que se acabe rápido la semana no porque nos guste que el tiempo se nos escape de entre las manos, sino porque necesitamos que vuelvan a pagarnos el sueldo. Pero también hay pobreza mental, y quedó claro con lo de los peluches, porque en esa fila había gente que estaba capando trabajo con tal de salir de ahí con un regalo. Parecía que hubiera vuelto el papa Francisco, aunque peor, porque por mucho que vivamos tristes y desesperados, estamos más sedientos de regalos materiales que espirituales.
Por alguna razón nos gusta más lo regalado que lo trabajado, y en buena parte de esa premisa yace nuestro destino, porque una de las condiciones para ser pobre, además de carecer de educación, iniciativa y oportunidades, es pensar como pobre. Yo sufro esa condición por partida doble: por colombiano y por periodista. Los periodistas somos unos gorreros de leyenda y nos vendemos hasta por una changua. Ejercer la profesión implica recibir regalos de todo tipo, desde almuerzos y kits con bolígrafo, libreta de apuntes y memoria USB, hasta viajes y productos exclusivos antes de su lanzamiento, lo que representa una compensación por los malos sueldos en la profesión, pero al mismo tiempo una dinámica que nos ha malacostumbrado y sometido.
Hay algo más valioso que cualquier otra cosa, y es el tiempo. Con dificultad o sin ella, todo lo demás puede conseguirse, pero nuestro tiempo, y en especial el tiempo de calidad, es finito. Se trata de una de esas cosas esenciales que en medio de nuestra necesidad de ganarnos la vida día a día no somos capaces de ver. Así, la gente que estaba el viernes pasado en el parque de la 93 estaba poniéndole precio no a unos peluches, sino a su vida misma. Miniso, la empresa que organizó la actividad, anuncia a la entrada de sus tiendas que el 40% de sus productos cuestan $8900 o menos, y por muy bonitos que fueran los peluches, ese es más o menos el valor que quienes asistieron el viernes le dan a su tiempo. Hay que valorarse, y no estoy hablando de plata. Y aunque tenerse en alta estima no saca de pobre, sí puede llegar a ser un comienzo.
Nos quedó grande una entrega de peluches, algo imprevisto que al mismo tiempo sabíamos que podía pasar, y aún así queremos organizar un mundial de fútbol. No lo quiera Dios, ahí sí acabamos con el país.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.