Después de siete años de trabajo, la Revista SEMANA prescindió de mi espacio y mis servicios como columnista. Las razones no son claras, pero horas antes publicaron “El uribismo y el espejo retrovisor”, un artículo calificado por algunos seguidores del expresidente como “venenoso y falso”.
Cuando Armando Neira, entonces director de la edición digital, me abrió las puertas del semanario político de mayor circulación del país y publicó ese primer artículo que llevaba por título Los cachacos de la costa, no estaba pensando en volverme columnista. Es más, estaba casi seguro de que el texto no lo publicarían, y, por lo tanto, no volví a pesar en ello hasta dos días después cuando el novelista Óscar Collazos me abordó efusivo a la entrada de la universidad en la que trabajábamos y me felicitó por mi trabajo en SEMANA.
A pesar de que la bandeja de mi correo se atiborraba de mensajes cada vez que aparecía mi artículo, pensé que solo se trataba de muestras de afectos de los lectores que se identificaba con mis ideas o mi manera de escribir. Solo meses después cuando el mismo Neira me escribió para comentarme lo bien que estaba circulando uno de mis textos, me asomé al home de la revista y vi que había sido compartido 24.000 veces en 48 horas (tanto en Twitter como en Facebook) y SEMANA lo estaba promocionando como unos de los más leídos. Un amigo me llamó emocionado porque en un enlace que llegó a su cuenta de Facebook la revista había recomendado mi artículo Por qué se la montan tanto a Petro si no se ha robado un peso. El mismo Petro se encargó de promocionarlo entre sus seguidores y, al día siguiente, ya había alcanzado los 52.000 compartidos.
Un grupo de seguidores del expresidente y senador Uribe me escribían entonces solo para recordarme que era negro, sin dejar ver ningún otro argumento que el instinto primario, puesto de manifiesto en la ofensa ramplona. Este hecho lo comenté en mis redes sociales porque observé que la situación parecía salirse de cauce. Los insultos iban subiendo de tono cada semana e involucraban a mi viejita, que, a pesar de tener ya varios años de muerta, la convirtieron en la puta más grande de Colombia. El asunto alcanzó su pico más alto cuando, una tarde, encontré en mi correo dos amenazas de muerte. Una decía: “Negro hijueputa, te vamos a picar”. La otra, menos directa, rezaba: “Por eso es que los matan”. Admito que quedé paralizado, pues una sensación fría subió por mis pies, recorrió mi cuerpo y se detuvo en la parte alta de mi nuca como la boquilla de una pistola. Admito que pensé por primera vez en la muerte como una posibilidad real.
Ese lunes anterior, la revista SEMANA había publicado un artículo que titulé El narcotraficante 82, en el que hacía referencia a un libro de Sergio Camargo en el que nos recordaba cómo la Defense Intelligence Agency (DIA) había publicado en 1991 (y registrados por la CIA y la DEA) un largo listado de narcotraficantes del mundo en el que aparecía, en ese puesto, el futuro presidente de los colombianos. Yo no estaba inventando nada (el libro de Camargo había sido vetado en el país durante los ochos años del gobierno Uribe Vélez y su única edición en el país había sido sacada de manera misteriosa y subrepticia de las librerías). El libro, de 432 páginas, hacía un vasto recorrido por ese pasado enrarecido y oscuro del hombre que sería dos veces presidente, escarbaba en la vida de su familia y concluía, entre otros hechos, lo que muchos opinantes de la política nacional habían concluido: que la muerte violenta del padre del hábil político estaba relacionado (más que con la guerrilla) con una vendetta entre narcos.
Repito, yo no estaba diciendo nada nuevo, más allá de aportar unas píldoras para la amnésica memoria de un gran número de colombianos. Los ataques por esa columna continuaron, ya no con las amenazas consabidas de muerte sino con calificativos homofóbicos como que yo solo pensaba en “el pito” del presidente. Me convirtieron en gay y a mi viejita en una esquinera. A pesar de las denuncias hechas en la Fiscalía General de la Nación y las notificaciones a la Unidad Nacional de Protección, el temor a abandonar la casa era evidente. Adelgacé una eternidad y durante varios meses dejé de escribir sobre el ensombrecido pasado del “ilustre personaje”. Cada salida a la calle se convertía en un tormento porque cada carro que se detenía a un costado del taxi donde me transporta, cada motocicleta con parrillero que pasaba a mi lado era visto como un evidente mensajero de la muerte.
Reconozco que si habrían querido matarme lo habrían hecho porque yo era un blanco fácil. Meses después de que la marea de las amenazas bajara, escribí un texto que titulé No discutas con un uribista, regálela un libro. No faltaron, por supuesto, los ataques (no al texto sino a su autor). Si cada compartido de ese artículo hubiera sido lo equivalente a la venta de un ejemplar de mi libro, lo más seguro es que me habría convertido en un best seller, ya que según el conteo de compartido tanto en Facebook como en Twitter superaba los 13.000 en menos de 24 horas. Esa acogida por parte de los lectores de SEMANA de mi columna fue tanta que, en 2015, una de las grandes editoriales españolas (Ediciones B, antigua Bruguera) me invitó a escribir un libro teniendo como punto de referencia esos textos. El resultado fue Los buenos muchachos del expresidente, que se vendió bien y fue reseñado por El Espectador y otros medios, menos por SEMANA, a pesar de haberlo enviado a la dirección de la revista y al personal encargado de hacerlo.
A pesar de esto, tengo que admitir que lo único que experimento por los amigos y la gente que allí trabaja es respeto y afecto por lo que hacen a diario en la sala de redacción y fuera de esta, un trabajo meritorio sin importar que, en los últimos años, la línea editorial haya inclinado la balanza informativa un poco más hacia los intereses del poder que gravita la Casa de Nariño. Los mismos intereses que, aunque se niegue, no permitieron entregarles a sus lectores las denuncias de los graves lineamientos del Ejército colombiano que buscaban revivir la experiencia nefasta de las ejecuciones extrajudiciales de los jóvenes “que no estaban recogiendo café”. Los mismos intereses que, sin medir las posibles reacciones de sus seguidores, llevaron a la salida de ese gran periodista que es Daniel Coronell y pusieron contra la pared la única razón real por la cual un medio de comunicación trabaja: su credibilidad. Fue tanta la indignación de ese hecho que, en menos de 48 horas, la revista perdió un gran porcentaje de sus suscriptores y la gran mayoría de sus columnistas se sintieron amenazados. El mensaje parecía claro: cuidado con lo que escriben porque podemos prescindir de cualquiera.
Poco después de la polvareda mediática que representó la salida de SEMANA del columnista más leído y con mayor credibilidad del país, llegó a mi correo una nota en la que se proponía, como acto de solidaridad con Coronell y el respeto por la opinión y la libertad de expresarla, una renuncia masiva de columnistas. Yo acepté acogerme a la propuesta, pero con la condición de que el hecho se consumara. Pero no. Mientras alguien escribía la proclama, recibimos la feliz noticia del regreso del periodista a las páginas de la revista y el asunto se remitió al cuarto de San Alejo.
Hoy, con el retiro de mi columna del home del semanario, me preguntaba si algo de esa propuesta llegó a la dirección. Es probable. Pero un amigo que había leído mi última columna horas antes del mensaje emitido por la coordinación de SEMANA se mostró extrañado de que Felipe López y su entorno me permitieran seguir escribiendo para ellos. Su comentario fue profético, y recuerdo haberle respondido que aunque el paranoide asegure que lo están persiguiendo no significa solo que se lo está imaginando.
Por: Joaquín Robles Zabala (Profesor universitario y magíster en comunicación)