El partido estaba duro y enredado. ‘El Conejo’ Pérez, mítico arquero mexicano, era figura y no paraba de sacar balones. Frente a él, abroquelados con sincronía y eficiencia, la defensa mariachi lo bloqueaba todo. México le apuntaba al contragolpe y metía sustos. Era el equipo más duro de una Copa América que no contó con Argentina y que estuvo rodeada de la poca solidaridad de varios países. ¡Qué diablos! Nuestro país la organizó, cumplió y armó un equipo de ensueño.
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Minuto 75 y todo indicaba que el equipo de Francisco Maturana, que llegó a la final invicto, y sin goles en contra, definiría el título ante los manitos por la vía del penal. Pero no, Iván López, ese buen lateral derecho, sacó un centro impecable, el balón cayó en el corazón del área visitante y allá apareció Iván Ramiro Córdoba en su faceta de Michael Jordan (no olvidemos que el central colombiano ha sido uno de los jugadores que más saltaban en la historia del fútbol de nuestro país), se elevó, se sostuvo en el aire y clavó un cabezazo hermoso y el balón se fue al fondo de la red.
Colombia fue campeón y fue justo. Sencillamente fue el mejor equipo de todos. Y es así como empezó la fiesta. Cómo fue bello ver que el país estaba unido; que a Maturana, tan resistido en la capital, lo ovacionaran en El Campín y que Bogotá se encendiera en una sola fiesta.
Yo estaba junto a mi padre, un tío y un buen amigo en las tribunas del estadio y fue genial. Luego mi tío y mi padre, amigos de Maturana y de varios jugadores, entre ellos el héroe, Iván Ramiro Córdoba, dijeron que teníamos la oportunidad de ir a visitar a los jugadores en la celebración que se llevaría a cabo en la concentración del equipo en un hotel ubicado en la carrera once cerca a la calle 100.
No se diga más, para allá nos fuimos. No era una celebración al son de orquestas o de un desborde de mujeres y licor. No, los jugadores estaban muy calmados, muchos de ellos compartiendo con sus familias en el lobby, otros charlando con amigos y con allegados. Nada de excesos, muchas sonrisas y caras de satisfacción.
Yo los saludaba, los felicitaba, les pedía autógrafos y una que otra foto (los celulares de la época no eran muy versados para el tema fotografías y justo no llevé una cámara). Eso sí, al son de la inmensa felicidad, junto a mi amigo nos volábamos al bar a degustar una cerveza y a desahogar un grito de felicidad por estar en el corazón de la concentración del equipo que, por primera y hasta ahora única vez, le ha dado el título de Copa América a nuestro país.
Justo vi que Óscar Córdoba –con quien por allá en 1987 o 1986 entrené en una preselección Colombia del profesor Marroquín y que ni se debe acordar– hablaba con mi padre. Me acerqué, lo felicité y el tema giraba en torno al problema que tenía el arquero para ir a un restaurante rodizio para cenar con sus padres, que ya lo estaban esperando. Era obvio, Bogotá era un maremágnum de celebración y no había taxis.
Sin pensarlo, mi padre le dijo: “Hombre, Óscar, tranquilo, mi hijo Andrés te lleva en mi carro”. Yo asentí de inmediato y ahí fue. Bajamos al parqueadero, ya nos íbamos a montar en ese Peugeot 505 Óscar Córdoba, su esposa, mi amigo y yo, cuando el arquero colombiano dijo: “Andrés, seamos sinceros, no me puedo ir en el puesto de copiloto, menos aún en los asientos de atrás, hermano, métame en el baúl. Si me ven, la gente se enloquece y le acaban este carro y no llegamos nunca”.
Todos quedamos en silencio durante cinco segundos y ya, nada que hacer, abrí el baúl y el casi metro con noventa de humanidad que tiene Córdoba se acurrucó y como pudo se metió en la parte trasera del carro.
Abatimos una de las sillas de atrás y así Óscar podía respirar mejor, verlo y hablar con él. Al salir, un policía y un portero nos pidieron revisar el carro. Yo dije que sí, sonreí y no se imaginan la cara de esos dos al abrir el baúl y ver a ese ídolo colombiano ahí metido.
El trayecto era de unos 20 minutos. Yo manejaba nervioso, Córdoba nos hablaba, se reía, es un tipo de una sencillez enorme y de muy buen humor. La gente en las calles pasaba a nuestro lado con banderas y pitos y al son de: “¡Campeón, Colombia campeón!” nunca se imaginaban que uno de los mayores responsables de ese título iba ahí, incómodo pero feliz, en el baúl del carro.
Llegamos al restaurante, me bajé, abrí el baúl y se bajó el arquero, estiró piernas, se rio, nos dimos un abrazo, nos agradeció y se fue a cenar.
Es una bella anécdota y sé que Óscar Córdoba no la ha olvidado. Gran arquero, enorme persona.