“Son mis peores enemigos”, protestaba Selene Alarcón, estudiante de la Universidad Nacional de Colombia, ante unos saltamontes que solían ensañarse contra las plantas de su casa en Palmira. Corrían años iniciales del siglo XXI. “Tranquila” —intentaba consolarla la estudiante bogotana de Biología Mitzy Porras, condiscípula suya—. “Cuando nos graduemos, vamos a conocer mejor a tus adversarios”.
Quejas como las anteriores son frecuentes en Colombia. Después de todo, el país cuenta con una vasta población de saltamontes, subdividida en ochenta especies. En tierras cundinamarquesas suele avistarse uno muy especial: tornasolado, multicolor y eléctrico, de tonos entre verdes, amarillos, rojos y azules, que va por ahí buscándose la vida a saltos largos. Se trata del saltamontes payaso.
Transcurrieron décadas para que pudiera abandonar su anonimato y figurara por fin en las guías de saltamontes del planeta entero. Al observarlo cuesta creer que la ciencia se mantuviera indiferente a un ser tan visible durante tanto tiempo. Hay una explicación: es difícil ser científico en Colombia. Los presupuestos para investigar son bajos y suelen estar regidos por el beneficio económico inmediato que pueda obtenerse del resultado.
Esta es, entonces, una historia posible gracias al azar, a la naturaleza y al tesón de una científica decidida a superar los obstáculos de su entorno. Ocurrió en 2007, entre las inmediaciones del municipio cundinamarqués de Rosales, durante una salida de campo organizada por la ya mencionada Mitzy.
Fue así como la suerte le puso en la mira a una de aquellas criaturas tan particulares, que posada sobre una rama batía sus patas mientras ella iba observándolo, atenta. Tras sospechar que pudiera tratarse de una especie de insecto con las suficientes propiedades como para ameritar clasificación aparte, Mitzy colectó algunos ejemplares con destino al laboratorio. A continuación, se consagró por meses a analizarlos. Confrontó datos. Cotejó registros y fotografías. Con microscopios sofisticados, realizó análisis morfométricos.
En suma… desglosó con inmenso detalle a este misterioso personaje, recorrió cada milímetro de su diminuta anatomía y lo comparó con aquello ya documentado por la ciencia sobre sus semejantes, en busca de diferencias que lo hicieran único. Así, después de miradas minuciosas con estereoscopios, pudo comprobar que, en efecto, este ortóptero gozaba de características singulares dignas de tener nombre propio.
Convencida mediante herramientas científicas de su descubrimiento, Mitzy Porras, una joven estudiante de sexto semestre en la Universidad Nacional de Colombia, se enfrentó al reto de bautizar a este recién conocido. Lo llamó Zeromastax selenesii. Zeromastax, por ser este un genérico que define a los saltamontes eumastácidos. Y selenesii en honor a Selene Alarcón, su amiga de Palmira, un homenaje a la forma como todo había comenzado.
Cumplidos los protocolos que la ciencia exige, el saltamontes payaso abandonó las sombras. De no haber sido por el espíritu curioso y perseverante de Mitzy, hoy estudiante de postdoctorado en Penn State, el planeta entero seguiría privado de conocer su magia.
Aunque con final alegre, la anterior fábula, verídica, por cierto, invita a reflexionar: contrario a lo que algunos piensan, la naturaleza colombiana sigue siendo un terreno lleno de secretos y ávido de espíritus dispuestos a develarlos. Lo ocurrido con el saltamontes payaso y con la hoy doctora Porras lo comprueba. Ella, Selene y, sobre todo, el gran Zeromastax selenesii, ya tienen sus nombres, literalmente, ‘escritos en la historia’. Hasta el otro martes.
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