El primer recuerdo claro de mi infancia empieza con un zumbido, tenía yo tres años, casi cuatro, era una mañana de vacaciones y estaba jugando en el corredor con mi hermana mientras mi papá se bañaba, a las 7:31 de la mañana la voz de Juan Gossaín decía, mientras el zumbido continuaba que se acababa de oír un gran estruendo, pero no daba razón de qué era, el apartamento tembló como si fuera un terremoto y todas las ventanas se fueron al piso. Mi hermana y yo corrimos y nos metimos debajo de la cama de mis papás, y mi papá salió de la ducha, enjabonado y en toalla a revisar que estuviéramos bien. Era la mañana del miércoles 6 de diciembre de 1989 y el carro bomba más grande de la historia del país acababa de explotar a menos de 10 cuadras de mi casa.
Desde entonces, y hasta hace un par de años, fue constante vivir con miedo: primero con miedo de las bombas que estallaban en cualquier parte, luego fue el miedo de los secuestros, de las tomas, de las masacres, de las balas que salían de todos los actores y que rara vez distinguían civiles de combatientes, o de las que salían precisamente buscando civiles. Nos acostumbramos, todos, a vivir con miedo, a sospechar del otro, de cualquier otro, a culpar a las víctimas por no tener suficiente cuidado y a creer que cada uno de los miles de muertos que hubo durante esos años, había sido asesinado porque algo debía.
En los últimos años algo empezó a cambiar, en pocos casos uno puede recordar con tanto detalle un momento específico: yo recuerdo el momento en que empecé a sentir esperanza por el país con tanto detalle como recuerdo esa mañana de diciembre del 89.
Fue hacia el mediodía de un día a finales de septiembre de 2016, mientras mirábamos en la oficina la pantalla del televisor, nos abrazamos con quien hoy es una de mis mejores amigas, y con los ojos aguados pensamos en cómo era posible otro país, en ese preciso instante el miedo empezó a diluirse y empezó a ganarle la esperanza de que, como decía el señor en el televisor “las estirpes condenadas a cien años de soledad (y de miedo, añadiría yo), tuvieran una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Hoy, cuando en otros oídos todavía resuena ese silbido que le queda a uno de por vida después de que le estalla a lado un carro bomba, cuando ocho familias lloran a las víctimas de un nuevo carro bomba, cuando muchas familias más esperan en un hospital que sus cercanos sobrevivan, siente uno el impulso de renunciar a esa esperanza, a esa fe en una paz imperfecta y que no acaba de materializarse.
Ese impulso, ese retorno al miedo y al odio, es precisamente lo que buscan los que ponen las bombas, los que las ponían en el 89, en 2003, en 2005 u hoy. Nuestro miedo es su mayor victoria, no dejemos que la esperanza sea una víctima más de tan deleznable acto, sigamos apostándole a la paz y a la esperanza, así cada vez sea más difícil.
Por: Juan Camilo Dávila / @elcachaco