Todos los idiomas tienen sus refranes o “dichos agudos y sentenciosos de uso común”. Con ellos expresamos intuiciones, decisiones, advertencias y hasta sentamos posiciones. De hecho, tras mencionar un refrán para zanjar una discusión es común oir decir a quien lo usa que “a buen entendedor pocas palabras”. Ciertamente, con estas sentencias hacemos una buena economía del lenguaje y manejamos una suerte de registro común en nuestra comunicación.
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Pero estas condensaciones de ideas o consensos idiomáticos expresan, también, formas de ver las cosas. Los dichos populares dicen de los usuarios de una lengua: cómo ven y se relacionan con el mundo, qué han naturalizado y qué aceptan y reproducen como normal. Además, señalan prejuicios y creencias tan incrustados en la conciencia colectiva que afloran con la misma naturalidad del respirar.
El español que hablamos en Colombia está plagado de refranes violentos y especistas. Para referirnos al más trivial de los asuntos, matamos a diario, en promedio, dos pájaros (de un tiro). Como un hábito, les tiramos a las aves con las escopetas, matamos al tigre (y nos asustamos con su cuero) y cazamos al oso (tras vender su piel).
En efecto, eliminamos animales a diestra y siniestra, casi por deporte. También apresamos aves porque ‘más vale pájaro en mano que cientos volando’, le pegamos al perro para señalar que acertamos, y hacemos el oso, habituados a la burla y al menosprecio al que son sometidos estos animales en los circos.
Más propio de la vil idiosincracia taurina, nos lanzamos al ruedo cuando decidimos tomar un riesgo, o vemos los toros desde la barrera cuando optamos por no involucrarnos en una situación.
Simplemente, consideramos normal agredir a los animales y disponer de ellos a nuestro antojo, sin el menor atisbo de reflexión. Y apenas para un pueblo que considera cualquier experiencia tediosa o difícil ‘más larga que una semana sin carne’, decimos de quien se queja de su suerte que ‘chilla más que marrano pa’l matadero’ y de quien expresa la aflicción en su rostro que ‘tiene cara de cordero degollado’.
Para señalar la suerte de quien, sin querer, se acusa a si mismo, afirmamos que ‘por la boca muere el pez’ o, con la misma arrogancia, calificamos la suerte de quien ‘tiene lo que se merece’, diciendo que ‘a todo cerdo le llega su navidad’.
Todas ellas son expresiones que arrastran relaciones naturalizadas de abuso, dominación, sufrimiento y muerte con los demás animales. Usos del lenguaje en los que aquellos son violentados, como si violentarlos fuera aceptable y normal. Maneras de describir las circunstancias en las que matar, cazar, torear, golpear, humillar o ingerir a otros seres sintientes parecieran conductas tan naturales e inconcientes como caminar.
Me resisto a ‘tragarme el sapo’ de un lenguaje destructivo, como si la violencia material contra los animales no fuera ya una insoportable realidad ¿Por qué no pacificar y compasionar nuestra foma de hablar? Acuñemos nuevos refranes en los que más bien liberemos a los animales de la crueldad. Siempre será mejor salvar que matar dos pájaros de un tiro. Estar del lado de los justos y no de los opresores.
Por: Andrea Padilla Villarraga / PhD Derecho Universidad de los Andes. Vocera en Colombia AnimaNaturalis Internacional @andreanimalidad