Gratos aquellos días de 1980, cuando toda mi vida se reducía a cuatro años y mis predilecciones no reconocían mayor deleite que llegar del jardín infantil Federico Froebel a ver Plaza Sésamo. Hacerlo era desplazarse al paraíso, de la mano de Toño (mecánico), de Alicia (enfermera), de José (tendero), de la estudiante Mercedes, del piloto Fernando y de algunos otros personajes del seriado infantil aquel en su primera versión mexicana.
Y entre las muchas criaturas que la mencionada propuesta traía consigo, dudo que hubiera alguna a quien mi corazón idolatrara como lo hacía con Paco y Abelardo. Este último –distinto del pajarraco homónimo actual– era una suerte de muppet gigantesco y zoomorfo color naranja, aficionado a consumir semillas de calabaza. Aunque nunca supe si se trataba de un dragón, un dinosaurio, un cocodrilo, de alguna modalidad de lagarto parlante o de cualquier otro miembro de la fauna fantástica mesoamericana, su mirada noble, su actitud ingenua y su acento asustadizo me condujeron a descubrir en él un amigo. El ya nombrado Paco parecía un loro, también enorme, gruñón y sin alas, que desde una ventana verbalizaba con chillidos su aversión por los niños.
El tiempo ocasionó alteraciones de índole degenerativa en el formato de mi antes predilecto show, luego protagonizado por un advenedizo perico llamado Serapio Montoya y un monstruo ‘amarguetas’ denominado Bodoque. El arribo de ambos sentenció mi desinterés en tales temas, motivado por el muy injustificado destierro a los mentados Paco y Abelardo y a otros vecinos de la comunidad ‘sesamista’. Vengativo, y rendido ante los encantos de María Angélica Mallarino, lo admito, opté por ‘voltiarepearme’ –como decíamos en la época– a las filas de seguidores de Pequeños gigantes, el enfrentado. Así, por pésima decisión de los guionistas, nunca, desde 1983, pude reencontrarme con los jubilados Paco y Abelardo ni con ninguno de sus coequiperos de esa Plaza Sésamo venerada en mis eras iniciales de ‘televidencia’.
Desde entonces –en particular durante esta oleada reciente de reaparición de memoria audiovisual suscitada por YouTube– he tratado sin éxito de encontrar al menos un capítulo correspondiente a aquella etapa clásica del programa, emitida en Colombia hacia los tempranos ochenta. De acuerdo con información obtenida vía web no existe, que se sepa, ni en la red ni en colección, archivo o depósito físico, digital, público o privado alguno un episodio completo. ¿La razón? Las cintas matrices, almacenadas dentro de las bodegas de Televisa México en el momento del terremoto de 1985, perecieron entre escombros. Solo sobrevive, según afirman los escasísimos blogs interesados en el asunto, un fragmento inferior a cinco minutos documentado. Y tal fragmento no incluye apariciones de los fenecidos Abelardo o Paco. Incluso las fotografías de ambos son consideradas rarezas.
Finalizo estas reflexiones nostálgicas y cuadragenarias de mediana edad con un clamor dirigido a todos aquellos individuos, organizaciones, estaciones de televisión, videotecas y demás seres o colectividades que en determinado paraje o cajón del universo puedan albergar dentro de sus enseres un posible trozo de los registros filmográficos en cuestión. Por irrelevante que suene, innumerables representantes de mi generación soñamos todavía con contemplar de nuevo a los extintos Abelardo y Paco en movimiento una sola vez antes de partir de ese planeta. Invito, pues, a quienes dispongan o crean disponer de materiales como los anteriores a pronunciarse. Como diría Garzón, “nosotros les hacemos el transfer necesario”. Hasta la otra semana.