Fue un abucheo atroz. La gente se rompía los labios al chiflar y los gritos de reprobación llenaban cada esquina y cada rincón del lugar. Manotazos y cortes de manga y ese sonido del chiflido, ese murmullo, como el de los cubiertos en el restaurante, fue el rugido que se apropió del aire. Pero esa escena habrá que retomarse después.
Se sentía miedo. Ese era el motivo real. Era la pose del valiente que un día confronta un temor tatuado en la piel y quiere sacarlo de su corazón, y aunque hay un alivio, siempre queda algo de miedo guardado en la papelera de reciclaje de la cabeza. Suena raro, pero a veces los insultos de un estadio, antes que reprobación, delatan en quien los espeta un profundo pánico por sentirse débil, liviano e indefenso ante la presencia de un mortal que cuenta con algo especial como para apagar veladas animadas y aguar fiestas sin temor al reproche.
Habría que hacer ese censo: así como uno recuerda los más malos que fueron fichados en nuestros clubes, así como es imposible dejar de recitar sin un solo asomo de duda aquella formación que trajo consigo la alegría de un sufrido título, también sería bueno pensar en esos rivales del fútbol que con aparecer en la línea titular eran capaces de derrumbarnos la fe con la que habíamos hecho una extensa fila para ingresar a un estadio.
Ese pavor, digo yo, no es porque se trate de un patadura o un caníbal principiante. No. Es el jugador que, a pesar de estar en su peor momento futbolístico, que aunque acabe de viajar en un avión y lo monten en un taxi rumbo al estadio sin descanso previo, termina arruinándonos la vida con un chasquido de dedos. De ahí que gritáramos tanto en su contra y vociferáramos procacidades en su nombre.
En los clásicos yo sentía profundo pánico con la presencia de Léider Preciado, por ejemplo. No era piedra, no era bronca. Es que a Léider, sin importar su estado físico, su edad, un tobillo hinchado, una lesión recurrente, lo ponían a jugar y siempre vacunaba. Y veía que empezaban a gritar ferocidades en su contra, pensando que eso lo iba a amilanar. Nada más lejano a eso.
En Stamford Bridge este fin de semana los hinchas del Chelsea insultaron en cuanto idioma tuvieron a la mano a un hombre que –claro, ayudado por una buena chequera, pero eso no es todo en la vida– los sacó del escenario de ser un equipo animador, pero nunca protagonista. Incluso un asistente técnico del Chelsea, Marco Ianni, se atrevió a cantarle un gol en la cara dos veces seguidas. José Mourinho se debió ir muy amargado porque le empataron sobre el final un partido que era suyo. Pero se retiró también con ese dulce sabor en la boca de saber que los hinchas que antes lo amaron por darles vueltas olímpicas tras 50 años de sequía, lo insultaron, pero no por odio; sí por miedo, igual que el ignoto Ianni. Porque ambas partes sabían quién es Mourinho y cuánto daño podría hacerles en el bando contrario.