Detesto a esos que jamás fallaron. Y detesto aún más a esos que creen que jamás fallaron y se quedaron en eso, en que fueron perfectos y que son leyenda porque en términos de fútbol colegial estuvieron a la altura de Maradona, Di Stéfano y Pelé. Y ya, cuando los años han pasado y las causas caducaron, los ve uno hablando de sus gestas maravillosas en tiempos de adolescencia y de su inagotable talento. Dicen que todavía si les pasan una pelota pueden burlar a cualquiera porque nunca dejaron de ser cracks, a diferencia de uno, el tronco de siempre, el adolorido y palurdo futbolista proclive al desastre que uno supo ser a lo largo de los once años que duran primaria y bachillerato juntos.
Y aunque se cree que los que fueron niños ya han ido madurando por cuenta de las deudas, de los créditos hipotecarios, de los hijos, de los matrimonios y de los divorcios, por cuenta de la calvicie, de alguna enfermedad sorpresiva, las cosas siguen iguales: siempre hablará el más brillante para jugar y tiene en la mente una jugada específica, un gol que creó un mito que persiste todavía en el colegio, una remontada extraordinaria que él protagonizó cuando su curso perdía 3-0 al final de la primera etapa y que terminó ganando 4-3. Y cada vez que nos encontremos con ese personaje en la reunión de exalumnos, en una fila bancaria haciendo un trámite, vendrán de nuevo esos flashes a la cabeza y dirá que no hubo mejor futbolista que él en el colegio, que por algo un profesor le dijo ‘Maradonita’ alguna vez que se ‘mamoleó’ a cuatro en fila como si fueran conos de entrenamiento, aunque hoy su único parecido con Maradona sea la profusa panza, el caminar cansino y las palabras perdidas.
Y pasa que al evocar sus hazañas uno también las recuerda –al menos yo, que soy un tipo que me acuerdo de todo–. A veces exageran sus propios relatos y uno lo sabe, pero calla porque no es momento de dañar la fiesta. Pero así como el genial guarda su propia cajita en la mesa de noche con esos tiempos lindos que lo hicieron sentirse único, aquellos que no dábamos pie con bola también guardamos celosamente nuestro propio neceser de miserias. Yo no me olvido de aquella vez que, por cortar un centro peligroso, metí el pie de manera equivocada y la mandé a guardar en mi propia portería o aquella vez que estrenando los guantes Uhlsport que me regaló mi mamá mientras se jugaba la Copa América de 1991 se me escurrió un balón sencillo entre los dedos y fue a terminar dentro de la portería. Fue el gol que definió un partido de colegio.
Me puse a pensar cuántos goles marqué desde 6.º grado hasta 11 y fueron apenas 12 en partidos que usualmente concluían 7-5 u 8-9. Pero me acuerdo de todos perfecto, como si una videocasetera pusiera play. Con la misma calidad de imagen de una cinta de 1989, nunca en HD o 4K. Me acuerdo de mis autogoles (hice tres) y de mis garrafales errores por cuenta de mi escasez de talento. Menos mal nadie guardó muchos de esos recuerdos en la cancha. La generalidad habla de que yo era un paquetazo, un tronco, pero sin detalles, esos que yo tengo tan claros como la capital de Bélgica o el autor de La Ilíada.