Esta semana se cumplieron 25 años del 5 a 0 que le propinó la Selección Colombia a la de Argentina dentro del marco de la eliminatoria al Mundial de Estados Unidos 1994, en el mítico Estadio Monumental de Buenos Aires. Este gran partido ha estado satanizado por muchos en la historia de nuestro fútbol. Se pinta como algo que marcó lo malo y no se dimensiona lo que pasó ese día y la sencillez del cómo se vivió. Es obvio que tras el 5 a 0 hubo hechos violentos en una celebración desaforada que dejó muertos, es obvio que fue el inicio del papelón en Estados Unidos 94 que dejó como resultado la muerte de Andrés Escobar. Todo lo anterior es verdad y da pena y vergüenza, pero apelo al recuerdo de ese mítico día, a la felicidad que dio, a esos momentos del 5 de septiembre de 1993.
Mi 5-0 tiene como contexto el ser estudiante de tercer semestre de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Javeriana. Yo hacía parte de un grupo de estudiantes que trabajábamos en equipo con las directivas para liderar procesos deportivos y de integración. Allí, el padre Eduardo Valencia, decano de la facultad y un viejo futbolero, bohemio, amante del vallenato y buena persona, impulsaba el hecho de reunirnos para ver cada uno de los partidos de la Selección en casas de diferentes estudiantes. Justamente me correspondió ser el anfitrión del juego decisivo ante los argentinos.
En esa época vivía con una tía y mis dos primitas. La mecánica era la siguiente: había que atender a unas 20 personas, compramos cuatro cajas de cerveza, aguardiente por doquier y pasabocas. No había televisión HD, menos aún pantalla plana y todo era al son de un buen Sony Trinitron con la señal de Caracol, que no era un canal privado en ese entonces.
Todos en la sala de la casa, cerveza en mano, empezamos a parir los primeros minutos con una avalancha, literal, de Batistuta y su corte, que era contenida por una noche fantástica de Óscar Córdoba. Al son de los nervios me dieron ganas de orinar, lo hice y al finalizar esta acción oí que gritaban: “Vamos, Rincón; corra hp, corra”. Me salí del baño y alcancé a ver el balón entrar. Golazo de Colombia. Brincamos por doquier y no me di cuenta de un detalle: no me había subido bien los pantalones y celebré ese gol con el pipí al aire, tal cual…
Llegó el segundo gol, el tercero, el cuarto y el quinto. El aguardiente no daba abasto, saltábamos, cantábamos, llorábamos de felicidad absoluta. Era un estado catatónico de absorta alegría en el que no había espacio para más. Cuando el equipo fue aplaudido por todo el estadio, incluido Maradona, me senté frente al televisor, toqué la pantalla y lloré como un niño. No paraba de dar las gracias. Alguien me vio, me levantó y seguimos celebrando.
Salimos a las calles del barrio y toda Colombia estaba ahí. Gritamos: “Se lo chupa, se lo mama, Basile a Maturana”. Yo, amante de Maradona, sin pudor y con la colombianidad a flor de piel, grité “Maradona, coquero, te ganamos cinco a cero” y “choque esos cinco” con el vecino o el desconocido que fuera.
No me fui a celebrar a otro lado ese día. La fiesta, menos mal, fue en casa, absolutamente ebrio de alegría y licor, no recuerdo cuándo caí…
Ya el lunes había clase. Pero no, muy temprano llegó Javier Montilla junto a otros compañeros de la universidad a mi casa y me dijeron que nos fuéramos. Poco los conocía y ese día, especialmente con Javier, el 5 a 0 le dio inicio a una amistad-hermandad que cumple los mismos 25 años de vigencia.
Nos fuimos en un carro, bebiendo y llenos de maicena, gritando por todas las calles. Había que llevar a cada uno de esos compañeros a su universidad. Pasamos por la América y por el Rosario, al son de la maicena y el trago en la mano gritando “¡Viva Colombia!”. Luego, como a las 3:00 p.m., los de la Javeriana teníamos parcial de Estadística. Entramos a la clase y con la cara llena de maicena, tufo y prendidos, le rogamos a la profesora Carmenza que nos aplazara el examen. Ella, una de las más estrictas de la facultad, sonrió y me dijo: “Ríos, vayan, sigan celebrando, esto no se da todos los días”. Mujer sabia la profe…
Ya sin nada de pudor y con descaro fruto del: “¡Ganamos 5 a 0 y qué!”, nos hicimos en la entrada de la universidad, en la 45 con séptima. Ahí, con botella de guaro y cantando, le dábamos trago a todo el que entraba, ellos sí de forma juiciosa y responsable, a clase. Muchos nos recibieron, otros se reían, nadie hacía el feo. Incluso no entiendo cómo la seguridad de la universidad no nos dijo nada.
Después de dar lora ahí nos montamos seis en un carro, uno de ellos en el baúl arrastrando la maleta de otro por el pavimento sin que el dueño se diera cuenta. Pasamos por la Zona Rosa y mil sitios más a punta de más aguardiente y cerveza mientras sonaba el disco nuevo de Clásicos de la provincia, de Carlos Vives, y el Ruido blanco, de Soda Stéreo.
Dijeron en la radio que la Selección sería recibida en El Campín. Solo dos tuvimos la valentía de querer ir. La fila era interminable y con mi carnet de estudiante me dejaron colar. No sé por qué. Entré a un Campín repleto. Esperamos cuatro horas al son de Los Tupamaros y no recuerdo quién más. Bailé en la tribuna con la morena, la rubia y hasta con viejas de 10 ojos. Recibí tragos que ni idea de dónde salían. Llegó la Selección y lloré al verlos. Grité con el alma: “¡Libertad, Higuita, libertad!” y ovacioné a cada jugador con todo lo que me quedaba en la garganta.
Al final, sin un gramo de energía, pasmado y sin plata. Llegué a casa y caí privado. Al otro día había clase. Ya el juicio estaba en el cerebro, nos vimos con los mismos del día anterior, posamos para una foto con un afiche del equipo que le clavó el 5 a 0 a los argentinos y juramos no olvidar eso jamás.
Ese fue mi 5-0. Inolvidable, pletórico y orgásmico. El resto es otra historia…