El 7 de marzo, aunque no se celebre oficialmente, Atlético Nacional cumple años. En esta fecha de 1947 fue fundado en la capital de Antioquia bajo el nombre de Club Atlético Municipal de Medellín, y poco más de un mes después, el 30 de abril, se firmó la escritura pública de la naciente sociedad que, bajo una política de «puros criollos», totalmente revolucionaria para una época en que parecía obligatorio tener jugadores del Río de la Plata, cambió su nombre al de Atlético Nacional en 1950.
Este post es un homenaje a uno de los clubes más importantes en la historia del país, a uno de los indudablemente grandes de nuestro fútbol, al equipo que peores malos genios me ha causado como seguidor de Millos y, en últimas, al club del que era hincha mi abuelo, un paisa que lo vio en todos sus momentos, que siempre consideró a Zubeldía el técnico más grande que pasó por Colombia y que, afortunadamente, lo pudo ver campeón de la Libertadores.
Porque lo pudo ver. Ese 31 de mayo de 1989 don Gustavo Calad, a pesar de vivir hacía muchos años en Bogotá, no fue al Campín a alentar al equipo al que le hacía fuerza desde que llegó a Medellín a buscar fortuna proveniente del pueblo de Bolívar, en el corazón de Antioquia. Pegado como siempre a su radio, eternamente sintonizado en AM, este hincha sesentón se acomodó para sufrir frente al televisor y vio cómo esa curiosa transmisión de Jorge Barón Televisión culminaba con Higuita vestido de héroe, Leonel de redentor y una fiesta nacional desatada cuando el generador de caracteres de la programadora escribió «Colombia Campeón» mientras el equipo verde celebraba el que fue durante muchos años el mayor triunfo del fútbol colombiano.
Para llegar a ese punto en el que Gustavo celebraba solo mientras en el resto del país, y especialmente en su natal Antioquia, la fiesta era colectiva, mi abuelo había tenido que ver mucho de Nacional. Lo primero fue el fracaso de su política de puros criollos, porque sí, la idea de 1947 era romántica, pero los futbolistas colombianos aún no tenían con qué hacerle frente al talento importado y Nacional, que en el primer torneo finalizó en una digna sexta posición, empezó a padecer El Dorado desde 1949 cuando fue séptimo.
En 1950 fue penúltimo mientras el país se rendía a los pies del Millonarios de Pedernera y compañía (que irónicamente no fue campeón ese año, honor que le correspondió al Deportes Caldas). En el 51 ocupó el puesto 15 entre 18, en el 52 fue 13 de 15 y en 1953, último año de esa era maravillosa en la que todo nuestro fútbol fue importado, ocupó un honroso séptimo lugar gracias al brillo de Humberto ‘Turrón’ Alvarez, el primer crack colombiano que, por supuesto, era la figura de un equipo de sólo jugadores nativos.
Pero se acabó El Dorado, Millonarios perdió a sus principales estrellas y el eje del fútbol pasó de la capital, en donde Santa Fe tenía otro señor equipazo con varias luminarias internacionales, a Antioquia y el Eje Cafetero, en donde Nacional, Medellín y el naciente Quindío se robaban el show.
En 1954, cuando el equipo del ‘Turrón’ tomó el mando del fútbol nacional, mi abuelo era un correcaminos que negociaba en todas partes. Así conoció a mi abuela en Barrancabermeja, pero tal vez gracias a esta presencia itinerante por diferentes ciudades fue que construyó su propia mitología sobre el fútbol. Para uno que tiene Internet, Twitter, televisión con enemil canales y un teléfono celular que nunca deja de informar es difícil entender cómo la gente podía estar pendiente de su equipo antes, pero por eso la radio, con personajes como Carlos Arturo Rueda, el Patico Ríos y demás, fue fundamental para edificar leyendas.
Ese año Nacional fue campeón rompiendo su ideal de «puros criollos», pues contaba con Atilio Miotti, Zazzini y Gianastasio, y en 1955 fue el subcampeón del mítico Medellín del ‘Charro’ Moreno, pero la crisis económica post-Dorado minó al equipo, que entró en barrena deportiva y financiera, y esto llevó a la curiosa figura del Independiente Nacional, equipo que jugó el torneo del 58 reuniendo a las grandes figuras de los dos clubes (en quiebra) bajo la ficha de los verdolagas y con un esquema de «natillera»: la taquilla de cada partido se repartía entre los futbolistas. Paisas, a fin de cuentas…
Mi abuelo se vino para Bogotá dejando en Medellín a un equipo que no ganaba nunca (sólo fue subcampeón en el 65), y en la capital no sólo crió a sus hijos junto a doña Leo, sino que siguió pendiente de su verde en ese perpetuo transistor que me acompañó en la niñez.
En él escuchó los subtítulo del 71 y el 74 y se emocionó con el campeonato del 73 pero, sobre todo, en ese aparato negro y hoy destartalado que mi abuela botó sólo antes de trastearse a Cúcuta, donde murió en 2016, don Gustavo supo de la llegada de Oswaldo Juan Zubeldía para 1976.
Ese año, con la mayoría de sus hijos ya en la universidad, el señor Calad volvió a festejar un título verde y el comienzo de una leyenda. Porque la llegada de Zubeldía no sólo ratificó la dinámica de los 70 en la que el verde de Antioquia volvía a figurar y a aspirar a un lugar de grande que hasta entonces no tenía, sino que cambió para siempre el fútbol colombiano. Con Zubeldía en Nacional otros equipos le apostaron a la escuela del poderoso Estudiantes de La Plata de finales de los 60: Cali trajo a Bilardo, Junior a Verón, Millos a Rubén Solé y Solari (que también dirigió en Barranquilla) y hasta Santa Fe le respondió a la tendencia con su escuela de yugoslavos: táctica vs. táctica.
Mi abuelo vio por última vez campeón a Nacional en 1981, en esa campaña en la que el equipo de Zubeldía se impuso al sorprendente Tolima y a un América que ya amenazaba con ser la potencia de esos años. Luego, en ese mismo televisor Sony Trinitron que tenía 13 canales y que le había regalado mi tío, el señor Calad se enteró por las noticias que el primer extraditado por narcotráfico en la historia de Colombia era Hernán Botero Moreno, el presidente del club en el despertar de los 70, en los últimos tres títulos y el responsable de traer al ya difunto Zubeldía.
Botero, quien como dirigente ya había hecho historia, pasó desafortunadamente a la posteridad pues su imagen encadenado mientras la DEA se lo llevaba a Estados Unidos se convirtió en el logo de esa terrorífica unión de narcotraficantes que asoló al país a punta de bombas y atentados en los 80 bajo el nombre de Los Extraditables.
Sobreviviente de La Violencia de los 50 y desde entonces apático de cualquier lucha política, mi abuelo encontró en ese segundo dorado del fútbol de los 80, que curiosamente también fue acompañado por un boom del ciclismo nacional, la vía de escape a esa realidad nacional para la que no estaba preparado.
A él no le importaba qué narcotraficante era dueño de qué club y prefería evitar la discusión cada vez que en las noticias publicaban algo oscuro y macabro sobre su amada Medellín. Mi abuelo era feliz escuchando fútbol y ciclismo todo el día en el cada vez más ronco transistor negro, y su gran día de dicha llegó cuando vio a su Nacional, el equipo que había aprendido a defender en una tierra llena de hinchas azules y cardenales, el mismo que por esos días crecía en afición gracias a sus resultados, obtener el título de la Libertadores después de una dramática tanda de penales frente a Olimpia.
Casi ocho meses después, el 11 de enero de 1990, Gustavo Calad Restrepo murió. Le faltaban trece días para cumplir 66 años, aceptaba de buena gana que yo fuera hincha de Millonarios («usted es bogotano mijo, la tierra llama», me dijo una vez), le gustaba sentarse a leer conmigo y preguntarme las capitales y los equipos del mundo y, aunque sus últimas palabras fueron un nada poético «creo que me muero» que me soltó sin más esa fría mañana antes de que un derrame cerebral se lo llevara, nadie le pudo quitar la dicha de haber visto a su equipo campeón de América.
Sí, mi abuelo era hincha del verde. Por eso, por él, hoy le envío a todos los de su raza una felicitación sincera.