Nuestro personaje oculta su temperamento dictatorial y su carácter arrogante tras su barba de abuelo alpino. Aunque suele presentarse como apóstol del urbanismo, vive obstinado como el que más en imponer su anacrónico modelo de ‘desarrollo insostenible’. A él se aferra con testarudez, pese a los clamores de una mayoría de opositores a los exabruptos suyos.
A quienes se permiten la valentía de señalar sus errores –crasos y en potencia irreparables– los llama ignorantes, ‘mamertos’ o conspiradores. Y para reforzar la falacia se rodea de un séquito de corifeos, encargados de defender lo indefendible. Cada uno de sus actos pareciera confirmar las acusaciones en su contra. Ve en cada reserva una futura unidad de vivienda multifamiliar. En cada manantial, un yacimiento de agua para embotellar y vender. En cada vía histórica, una próxima troncal. En cada corredor férreo, una oportunidad para tender su manto de cemento con impunidad. En sus gobernados, un puñado de ignorantes incapaces de dilucidar las inconsistencias implícitas en casi todo cuanto plantea. En cada humedal, una posible autopista. En la humanidad, a la dueña absoluta del planeta.
Durante su trasegar público ha conseguido timar a muchos, incluido yo, que a mis veinticuatro lo creía mesías, parafraseando a cierto narrador deportivo “una de las dos cosas de las que más me arrepiento en la vida”. Es un improvisador nato y de los peores, con la mirada puesta en el retrovisor para justificar errores propios, aunque a la vez propenso como el que más a autoadjudicarse logros ajenos. Ante la perspectiva de un inminente naufragio se muestra capaz de movilizar todo el aparato púbico en pro de sus prédicas. No parece saber de historia o de elemental democracia. Mucho menos de patrimonio o de cultura. Se complace hasta el delirio borrando arte callejero, deshaciendo iniciativas útiles en marcha o valiéndose de violencias y atropellos para acallar a sus contradictores. Su soberbia roza los límites de la irracionalidad hasta confundirse, más bien, con un preocupante síntoma de demencia.
Aún en estos tiempos de acceso sencillo a información verificable, continúa enarbolando pergaminos académicos inexistentes, intentando convencer a sus gobernados de que los transportes subterráneos son ratoneras, autodesmintiendo aquellas proclamas por él lanzadas en otros tiempos y exclamando con el debido descaro que un autobús hacinado y contaminante es homologable con un tren. No tiene miramientos al utilizar el entramado institucional como bastión de defensa suyo. A las reservas les dice potreros. A los transportes ferroviarios, juguetes caros. A los ciclistas, títeres. Es cultor, como pocos, del cinismo como método y también creador profesional de pretextos.
Lo anterior lo convierte en un peligro público cuya soberbia y cuya testarudez, eso esperamos, constituirán los detonantes de la autodestrucción que con sobrados méritos ha venido fraguándose ladrillo a ladrillo, losa a losa, autobús a autobús y bolardo a bolardo, quizá desentendido de que la historia en su calidad de juez suprema develará algún día sus desmanes y los castigará.
Así pues, si usted, señor lector, ya sabe o sospecha saber de quién hablo, lo invito a decirlo sin temores. Pero si usted, señor simpatizante de aquellas causas ya citadas, se muestra ofendido, tal vez eso sólo compruebe que aquel de quien estoy hablando es ese mismo a quien muchos preferiríamos inoperante antes que destructor y cuyas monstruosidades consideramos preciso detener, pacífica y democráticamente, cuanto antes.