Nada se compara a la sensación de plenitud al sumergirse en el agua. Al mismo tiempo, nada más desesperante que esa gota que se niega a salir de un oído. Por más de que se agite la cabeza de lado a lado, se sigan las recomendaciones de los papas y los tíos de saltar en un pie y darle una palmada a la oreja contraria; a veces nada, nada funciona para deshacerse de ese liquido casi microscópico que incomoda tanto.
Un pensamiento se había convertido en esa gota de agua fastidiosa y creo que no soy la única que lo ha tenido. Muchas mujeres colombianas tienen la creencia de que un extranjero es el mejor partido, el príncipe azul, el salvavidas en el amor, la promesa de hombre con quien todas queremos casarnos.
Esa idea se deslizó en mi cabeza y solo me di cuenta cuando mis amigas empezaron a decirme que mi fetiche era meterme con extranjeros. Yo bromeaba al decir que no era mi culpa que “mi fanaticada fuese de otros lugares”. Algunas se reían y me daban la razón por mi color de piel morena. Mientras que otras me decían que la mayoría de los extranjeros que a mi gustaban –usualmente gringos, británicos o españoles– no podían bailar un merengue y mucho menos una salsa, lo cual podría ser una señal de sus pocas habilidades para tener un buen ritmo y ‘tumbao’ en la cama.
Al comienzo esas conversaciones me divertían, pero con el paso del tiempo me empezó a inquietar el tema y busqué una explicación. No sé si esto sea lo mismo que le pase a otras colombianas, lo cierto es que yo asociaba a los criollos con el machismo con el que había crecido, del que quería escapar al acercarme a hombres que estuvieran lejos de ese entorno que me había enseñado que “los machos se casan cuando quieren, mientras que las mujeres cuando pueden; los machos se envejecen como un vino añejo, mientras que las mujeres lo hacen como una ciruela pasa”.
Entonces cada vez que conocía a un “candidato local” estaba ahí esa gota de agua fastidiosa, ese pensamiento del John Smith, el príncipe azul de Pocahontas. Mientras el ‘chibchombiano’ hablaba y hacía alarde de sus habilidades de conquista, yo estaba empecinada en descifrar si tenía algún rasgo de ese machismo del que tanto huía.
Sin embargo, la semana pasada me di cuenta que la escapatoria no serían los extranjeros. Conocí a un británico en una de esas dating apps y salimos un par de veces. Aunque no estaba especialmente matada con el tipo, sí tenía la ilusión de que la atracción física pudiese evolucionar en algo más significativo para ambos. Sin embargo esa esperanza se derrumbó cuando me hizo el siguiente comentario “cuando las mujeres tienen demasiados compañeros sexuales, ya no son tan apretadas. Pero, ese no es tu caso, no te preocupes”.
No podía creer el apunte y preferí pensar que era un chiste. Pero, en los siguientes días, no logré domar la curiosidad y el afán me llevó a enviarle un mensaje de chat donde le preguntaba qué tanto tenía de cierto ese comentario. Sin tomarse ni un minuto para responder, reafirmó la veracidad de su teoría sobre la anatomía genital femenina. Corrí a googlear estudios que demostraran lo contrario y encontré un artículo que decía que “hay concepciones sociales erróneas que consideran que los hombres tienen superpoderes que logran cambiar el cuerpo de las mujeres”. Después de compartirlo, él me escribió “hahahahaha” y dijo que no lo sobreanalizara, que era una bobada.
En vez de calmarme, lo que hizo fue encenderme más la ira: “si esa es tu teoría, la mía es que a los hombres se les cae el pipí y se les vuelve flácido con muchas compañeras sexuales”. Nada más irritante que su segundo verso de “hahahahahaha” y hasta ahí fue el británico.
Pese a la rabia de ese momento, hoy le agradezco a ese inglés por quitarme el sueño romanticón de un extranjero. Las colombianas tendremos que buscar otra escapatoria al machismo, que nos permita disfrutar el proceso de conocer a machos, sin importar de donde venga su pasaporte.
Por: María Ximena Plaza
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