Las mañanas del 8 y 9 septiembre recibieron una Bogotá tranquila, perpleja, casi pasmada. La recibieron con lluvia, pero así como las gotas cayeron del cielo, asimismo se evaporaron. En aquellas mañanas la lluvia no tenía por qué borrar sangre y recuerdos pues esas mañanas recibieron una Bogotá sin homicidios.
De forma no tan coincidencial, el papa Francisco llegó a Colombia el 6 de septiembre con la titánica tarea de intentar unir a un país que sólo ha entendido de división. Habló de dar el primer paso, de la importancia de alcanzar una paz estable y duradera para vernos y tratarnos como hermanos, de no dejarse robar la alegría y sembrar bondad en nuestros actos. Esta clase de pensamientos son los que ha intentado cimentar el proceso de paz que lleva en curso ya varios años. Sin embargo, la diferencia de opiniones respecto al acuerdo con la guerrilla es visceral. Por cada paso que da, retrocede dos; habla de paz y alegría, pero la infinidad de dudas que rodean el Proceso deforman la paz en impunidad y transmutan la alegría en desconsuelo; unos hablan de intolerancia y los otros les contestan de sandeces sin fundamento. El resultado es una lluvia que viene y debe arrasar con recuerdos dolorosos de, en promedio, 24,4 muertes por cada 100,000 habitantes, lo que en Bogotá se traduce en 3 homicidios diarios.
Si el mensaje del papa y el proceso de paz es el mismo, ¿qué diferencia hizo el papa Francisco durante su estadía en la capital? Tal vez otro fenómeno ayude a darnos luces: la selección Colombia. Ahora que con los partidos contra Venezuela y Brasil estamos más cerca del mundial de Rusia, no está de más recordar que en Colombia el fútbol no es sólo un deporte. Es fiesta, es esperanza, es cultura y parte de nuestra piel. Cada vez que la selección Colombia gana un partido, el pueblo se olvida de particiones y discordias, del pasado que lo acosa y el futuro que lo desconcierta. En su lugar, en su alma sólo hay espacio para la alegría y la esperanza de la que oímos hablar esta semana. No es extraño que salpiquen riñas aquí y allá luego de un partido de la selección Colombia. Durante estas noches tan animadas como peligrosas, la muerte flirtea por entre navajas y cervezas, pero al llegar el amanecer, el final siempre es el mismo: la tasa de homicidios disminuye con cada victoria del equipo nacional.
¿Por qué el papa Francisco y el fútbol pueden lograr lo que no ha podido un acuerdo de paz? Porque un partido de fútbol y una figura como el papa Francisco comparten una similitud de la que adolecen las promesas del acuerdo de paz. Con ellos, los colombianos se ven reflejados en el otro, cosa que nunca logrará el acuerdo de paz si no cambia sus fundamentos. Porque la cuestión no está en perdonar al otro, la cuestión está en perdonarnos a nosotros mismos. La paz vendrá el día en que nos perdonemos ser parte de una explosión que le quitó la vida a feligreses que se refugiaban dentro de una capilla, de un incendio que desmoronó el Palacio donde se impartía justicia, de infinidad de masacres y secuestros. La paz vendrá cuando nos perdonemos ser los hijos de la guerra y que hayamos madurado a plomo y fuego. El día que nos reconciliemos con nosotros mismos, podremos mirar al que está junto a nosotros “como hermano, no como enemigo” como bien lo dijo el papa Francisco y como nos vemos después de un partido de la selección. El día que nos perdonemos haber nacido en un Macondo mágico y brutalmente realista, trataremos al que está junto a nosotros de igual a igual y no como un “otro” ajeno a nuestra a realidad. Ese día el proceso de paz tendrá sentido, ese día por fin habrá paz en Colombia.
Esto no será fácil, durará años de esfuerzo y lágrimas. Pero somos hijos de la guerra y hemos madurado a plomo y fuego. Somos fuertes, y así como el papa Francisco y la selección Colombia hacen que la lluvia se torne innecesaria, nosotros algún día veremos la lluvia caer y no llevarse nada de lo que tengamos que sentirnos avergonzados.