De seguro Asimov habría habitado orgulloso esta era en la que por principio debemos certificar que no somos robots. Vivimos asolados entre automatismos, corazones pixelados, conmutadores sin rostro, ‘telemaltratos’ y burocracias tecnificadas. ¿Han notado cómo se ha puesto de difícil conseguir direcciones postales o números telefónicos corporativos, incluso con Google? Como sustitutos inventaron los call centers, los formularios digitales y las diversas modalidades de soporte a control remoto o ‘en línea’. El asunto sería ‘hasta simpático’ si funcionara bien.
¿Quién no ha lidiado con la desdicha de anhelar soluciones, tan solo para chocarse con la taradez de un impersonal contestador o con un formulario desactualizado en Flash? ¿Alguien se habrá librado de los martirios asociados al acto de esperar respuesta del departamento de servicio al cliente o de tolerar que una voz robotizada nos enumere quince opciones –ninguna útil– para luego comprender que nos distrajimos y que por tanto deberemos dar redial y soportar cuatro horas más hasta oír el menú otra vez y oprimir asterisco?
Mal ejecutada, una pretensión de agilizar procesos conduce a nuevos y más insuperables obstáculos. Ignoro si por superpoblación, ‘ingeniería industrial’ o por un deseo consciente de evitar mostrar el rostro, esta contemporaneidad empresarial pareciera más cómoda con que entre sus clientes y ellos medien máquinas. La monstruosa contestadora no reconoce singularidades ni compadece. Por lo mismo, despojada de sentimientos o carácter, ejerce su negligencia y su tiranía con considerable miserableza y todavía peor impunidad. Al final, nos consuela “evaluar la calidad del servicio” y saber que nuestra charla ya ha sido debidamente grabada y monitoreada.
Toda responsabilidad terminó confiada –o, como dicen ahora, ‘escalada’– a los dominios inalcanzables de un ente caprichoso y desalmado. Lo bautizamos ‘el sistema’, excusa y comodín predilecto de estos años. “Se cayó el sistema”. “Por mí lo ayudaría, pero el sistema no me deja”. “Estamos actualizando la plataforma y no hay sistema”. “Debe esperar setenta y dos horas hábiles para radicar su caso porque el sistema está caído y nuestra web abajo”.
Son los tiempos del “presione 1”, del “presione 2” y del “digite su cédula seguida de la tecla número”. Del mentirosísimo “su llamada es muy importante para nosotros”. Del consabido “en este momento nuestros asesores se encuentran ocupados”. Del desesperanzador “déjenos su número y lo llamaremos”. Y, por supuesto, del lapidario “por favor intente de nuevo más tarde” –como si fuera posible “intentar de nuevo más temprano”–, sucedido del tono de ocupado, forma sutil del ‘sistema’ para decirnos en su idioma ‘lárgate’. Pero intenten corregirle ustedes los modales a un cerebro artificial.
No son nostalgias. Son la humanidad y nuestra generación como colectividades que canjearon su dignidad por la promesa quebrantada de resolver sus incompetencias con ineptitudes informáticas, y de la tecnología como pretexto para desentendernos de nuestros semejantes. El asunto toca desde los soportes al usuario tipo Facebook o Twitter –traten de que les ayuden ellos con algún asunto concerniente a sus cuentas– hasta oficinas de servicio al suscriptor en cableoperadores o proveedores de internet, sin olvidar firmas públicas y privadas y otras vertientes de tortura tramitológica por tantos padecidas, entre cuyos exabruptos se cuentan la planilla asistida, la renovación del RUT o cualquier otra exigencia de aquellas que tanto complacen a los organismos de control, más interesados en perseguir o evadir al ciudadano que en redimirlo de su indefensión.