Columnas

Sí hay tiempo

Nos han llenado la cabeza con esa bendita basura de que nunca hay tiempo. Nos hemos vuelto esclavos de los segundos, de los minutos, de las horas, de todo lo que está enmarcado dentro del reloj y sus crueles manecillas que nos señalan porque sí, porque el tiempo nunca más regresa. Porque está en nuestras manos y lo dilapidamos. Y porque aunque no lo estemos dilapidando, nunca más volverá.

“¿Afán? Eso es para la clase media”, le oí decir a un ricachón en un matrimonio. Y cuando quise escupir el trago de su whisky que había dejado sobre la mesa, me entristecí y pensé que sí; que la mayoría somos víctimas del tiempo, de las responsabilidades, del dolor de ver cómo se va la vida tratando de que no cierren el banco, de pagar la factura antes de que los intereses la hagan más alta, de querer comprar una garrocha para saltar dentro de una ciudad para alcanzar a ver a la hija haciendo un baile de clausura en el jardín infantil, de estar a tiempo para entrar al trabajo puntual para que nuestro empleo no corra riesgo porque de verdad lo necesitamos… y aun así, cuando la noche cae, nos damos cuenta de que no vemos tanto a la gente que queremos, que miles de cosas no se pudieron terminar por hacer otras tantas, que estamos ya, sin que el otro día haya comenzado, atrasados en cientos de metas y de logros porque el tiempo se nos va. Es como si siempre quedáramos al debe con el reloj y fuera incapaz de fiarnos un par de segundos más. Quería escupirle al ricachón su trago, no por resentimiento, sino porque sentí que tenía mucha razón.

La vida transcurre así con esa crueldad que todos –salvo el ricachón que reía a carcajadas– llevamos en silencio. Por eso sentimos que el año se pasa rapidísimo. Porque nuestro tiempo es más veloz, pero a la vez más lento: no nos rinden las horas, pero a veces se hacen insoportables porque estamos en medio de una tumultuosa fila para una cita médica o para esperar un bus y no podemos escaparnos de allí. Ese es verdadero tiempo perdido: el de la quietud ante la espera, no el que los demás imponen como regla.

Por eso soy hincha de Fernando Álvarez. Fue a competir en los 200 metros pecho de natación en el Mundial Masters de Budapest representando a España y, conmovido por el atentado en Barcelona, pidió a la organización y a la Federación Internacional de Natación que se hiciera un minuto de silencio por las víctimas. Nunca le respondieron y fue personalmente a hablar con un funcionario de esos miserables y grises que son un cáncer porque hacen perder tiempo y ellos mismos son tiempo perdido. La respuesta fue que no, que no había tiempo que perder.

Álvarez se paró digno en el borde de la piscina y ante el sonido de la señal no arrancó. Se quedó parado 60 segundos en silencio, haciendo el más hermoso homenaje recordado alguna vez y luego se lanzó a la pileta a comenzar una competencia que los demás ya estaban terminando. El valor de Álvarez fue pararse frente al sistema y gritarle en la cara que su afán no era el de estar con el del cronograma a tiempo, el de quedar bien con los horarios de la TV o el de colgarse una medalla de oro. Para esas tres nimiedades siempre habrá tiempo suficiente.

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